El anochecer en el Uritorco tenía una magia que no se comparaba con las fotos que había visto. Yo, un simple turista de Santa Fe con ganas de aventura, me había confiado demasiado en mi sentido de la orientación. Ahora, el sol se escondía tras los picos, tiñendo el cielo de naranjas y morados que pronto darían paso a un negro profundo. El aire se volvía cortante, y un escalofrío me recorrió la espalda: Definitivamente… estaba irremediablemente perdido. La preocupación comenzó a picotear, insistente, en mi estómago, cada latido resonando con el miedo a la noche. Cada roca, cada sendero se veía idéntico bajo la luz menguante, y mis pasos se hacían más lentos, más inciertos.