No
en todas las culturas existe la figura del “asador” tal cual y como lo
conocemos. Y no solo hablo del asador familiar, ese gordo todo sudado,
en short y en cueros, que cerveza, fernet o vino en mano, se salpica con las
achuras cada vez que las da vuelta, o vocifera en contra del carbón feo, la
leña húmeda, o la poca ternura de la carne que le vendieron al abombado de su
cuñado que le meten cualquier cosa (y también… con la cara de pavo que tiene),
si no que profundizando y enalteciendo a “El Asador”, aquel hombre de
temple, ese guerrero silencioso que, como un filósofo estoico, se
enfrenta a las brasas sin dejar que el calor le doblegue, encargado de preparar
y asar la carne para un montón de personas desconocidas para él la mayoría de
las veces. Mientras el fuego crepita con su danza imparable y la carne sella su
destino en las parrillas, él permanece firme. Su rostro refleja concentración,
pero también una paciencia que solo los verdaderos conocedores de la vida
comprenden.