Era un Miércoles cualquiera cuando me senté al inodoro, intentando aliviar los estragos que me había provocado el mate "fiero" que me preparó Gustav Perichonwski, un tipo raro, polaco él, coifeur, que vino a instalarse entre la iglesia y el club unidos con su peluquería. Así que, entre ventosidades y maldiciones, empecé a hacerme preguntas mientras las tripas me retorcían como si fueran un par de gatos peleándose en la panza. Si algo había aprendido en todos estos años en el campo, es que a veces la vida te pega donde menos lo esperás, y hoy me pegó justo en el estómago (Y UN POCO MAS ABAJO… PA’ QUE MENTIRLES).
Gustav, siempre tan amable, tan callado, pero con cara de pocos amigos. Había llegado al pueblo hace años, nadie sabía bien cómo ni por qué, pero ahí estaba, metido en las entrañas de nuestra rutina, como si siempre hubiera sido de la familia. No es que yo tuviera familia, al menos no que yo sepa. Un polaco con acento arrastrado, de esos que cuando habla no sabes si te está diciendo algo importante o sólo está leyendo la etiqueta de un frasco de mermelada. Pero, curiosamente, se las arregló para ser el mejor cebador de mate que de este lado de la Gorriti se haya conocido. Decían que su secreto era su mezcla, pero que no era solo de yerba.
-Esto es una obra de arte- decía él mientras armaba su bombilla con una destreza que ni el más experimentado de los gauchos podía igualar.
Me acuerdo de esa tarde, en la que el tipo se presentó con una calabaza nueva, una bombilla de acero que parecía sacada de alguna película de James Bond, y me dijo:
-Te traigo un mate diferente, con magia, con hierbas que te van a llevar a otro plano.
Yo le miré de reojo, porque Gustav siempre hablaba como si estuviera en un trance, como si hablara en otro idioma.
-¿Magia, Gustav?, ¿qué tipo de magia?- le pregunté, mientras me pasaba la mano por la frente, sudoroso, con la clara sospecha de que algo raro iba a pasar. Pero, bueno, el mate es mate, y a veces el campo te hace creer en cosas que ni en la ciudad te atreverías a considerar.
Él empezó a preparar el brebaje con total concentración. Metió un puñado de yuyos que yo nunca había visto, también un poco de burrito (esa yerba que parece más un matorral que un té) y unos pétalos de rosa que, si bien eran bonitos, me daban un aire de jardín de abuela, un toque de delicadeza que me parecía fuera de lugar. Y ni hablar del anís, ese toque final que te ponía la boca como si hubieras chupado una moneda oxidada. Me miró y me dijo:
-Este mate te limpia, te purifica, te conecta con el cosmos.
Yo, para no quedar mal, asentí como si entendiera algo, cuando en realidad lo único que quería era terminar rápido con aquella conversación.
Cuando tomó el primer sorbo, la cara de Gustav se le iluminó, y eso me hizo sospechar. A mí no me engaña nadie, pero como era el tipo de mate que te deja con la lengua pegada al paladar, no pude evitar aceptar la invitación.
-Probalo, loco, lo mejor que vas a tomar en tu vida- me dijo con una sonrisa algo torcida.
El primer sorbo no fue tan malo, la mezcla tenía algo que te hacía pensar que estabas tocando el cielo, pero a medida que fui avanzando, el sabor se fue tornando más extraño, como si estuviera tomando un líquido que no era de este mundo. Mi estómago empezó a protestar, a girar como una carreta con los ejes flojos. ¿Qué me había dado este tipo, Dios mío? Empecé a sentir que mi sistema digestivo se rebelaba, y no pasaron ni cinco minutos cuando ya estaba correteando hacia el baño.
Y aquí estoy ahora, sentado sobre el inodoro, haciendo este relato, con los efectos del mate aun dando vueltas en mi cuerpo. Pensé que me iba a morir, pero no, lo que pasó es que mi cuerpo sufrió una especie de purga, y ahora entiendo por qué el tipo me dijo que el mate "te conecta con el cosmos". Si conectar con el cosmos es sentir que te vas a desintegrar y después volver a la vida en una nueva forma, entonces, sí, Gustav tenía razón. Lo peor de todo es que el mate no solo me descompuso, sino que ahora me siento extraño, como si todo lo que pensara fuera una mezcla entre la menta de las rosas y el anís que me dejó un sabor en la boca imposible de quitar.
Me quedé un rato largo ahí sentado, pensando en lo curioso que era Gustav, un polaco disfrazado de morocho local, que no solo cebaba un mate mortal, sino que además tenía la capacidad de dejarte pensando en todo, en la vida, en la muerte, en los misterios del universo. A veces, uno no sabe si lo que está viviendo es comedia o tragedia. Pero, después de este mate, la única certeza que tengo es que mi estómago y mi dignidad no salieron ilesos…
Al final, lo que queda es el recuerdo de ese mate, ese maldito mate, y la lección de que, en este campo, nada es lo que parece. Mientras trato de levantarme del inodoro, con el estómago todavía en plena batalla, y el poporembó que es un lanzallamas, me queda una última duda: ¿será que el mate era fiero, o que el fiero era Gustav, con su mezcla infernal y su cara de póker?
No sé, pero lo que sí sé es que, si me vuelve a invitar un mate, esta vez me llevo papel higiénico de antemano, en vez de los biscochitos.