El río es un espejo roto por la corriente. Tras el paso de la
lancha, las ondas dibujan formas caprichosas en el agua oscura, como si la
superficie respirara. El aire tiene ese olor denso de humedad y barro revuelto,
con un leve dejo a madera podrida y camalotes frescos.
A lo lejos, una garza se alza de golpe y corta el cielo con su vuelo pausado. Más cerca, el sonido de un salto repentino en el agua me hace girar la cabeza. Es un dorado que rompe la quietud del río, una chispa dorada que se escurre en la corriente y desaparece. Sé que están ahí abajo, al acecho entre las ramas sumergidas, esperando el momento justo para emboscar a sus presas. Y yo, con la caña preparada, también espero mi turno.
Me acomodo el sombrero y levanto la pata del motor, dejando que la corriente haga el trabajo pesado mientras la lancha se desliza entre las totoras. El motor fuera de borda emite un último carraspeo antes de apagarse. Ahora sólo se escucha el murmullo del agua lamiendo los costados del bote y el canto de algún chajá metido entre los pajonales. Me detengo un momento a contemplar la orilla: una lengua de barro oscuro que se hunde con cada paso, los troncos secos que el río ha depositado como testigos de su fuerza, las huellas de algún carpincho que pasó antes que yo llegara.
Lanzo la línea con un movimiento preciso, dejando que el señuelo se hunda justo al lado de un árbol caído. La corriente lo arrastra un poco y empiezo a recoger. Uno, dos tirones cortos, un descanso. El sol ya está alto, pegando fuerte sobre la piel, y el sudor se mezcla con el agua del río que me ha salpicado al andar. En este momento no existe otra cosa. Sólo el agua, la caña y la espera. Un latido en la mano. Un tirón seco. Y entonces, la lucha comienza.
La línea se tensa como un látigo y la caña se curva en un arco perfecto. El carrete chilla cuando el pez corre río abajo, arrancando hilo a una velocidad que me deja sin aliento. Lo sujeto con firmeza, los músculos de los brazos duros como la madera del bote. ¡Es grande! Lo sé por el peso en la muñeca, por la violencia con la que sacude la cabeza bajo el agua.
El bote se sacude cuando el dorado cambia de dirección, lanzándose hacia los troncos sumergidos. Si llega a enredarse ahí, lo pierdo. Con un tirón brusco, intento forzarlo a girar, sintiendo la resistencia brutal del pez. Mi corazón retumba en los oídos. No hay nada más en el mundo ahora que este combate.
De pronto, el dorado salta. Una explosión naranja dorada en el aire, chorreando agua en todas direcciones. Lo veo, suspendido en el tiempo, sus escamas reluciendo al sol, la boca abierta en una mueca de furia. Luego cae, golpeando el agua con un estruendo y hundiéndose otra vez en la profundidad. No se rinde. Yo tampoco.
Recupero línea, centímetro a centímetro, sintiendo cada embate en los huesos. El bote se bambolea, la tensión me quema los brazos, pero sigo. Y entonces, con un último tirón, el pez emerge, agotado, derrotado. Lo acerco con cuidado, sus ojos oscuros brillan con una inteligencia primitiva. Lo tomo con las manos firmes, admirando su cuerpo poderoso. Y justo cuando voy a levantarlo a bordo, con un último coletazo desesperado, el dorado se zafa del anzuelo y desaparece en el agua. Me quedo mirando la estela que deja, el corazón aun galopando en el pecho.
Respiro hondo y sonrío para mis adentros. La pelea terminó. Pero en este río, siempre hay otra batalla esperando.
Me quedo inmóvil, la caña floja en las manos, sintiendo la respiración volver a su ritmo normal. El río sigue igual, indiferente a lo que acaba de pasar. Las ondas se cierran sobre la huida del dorado como si nunca hubiera estado allí, como si aquella lucha feroz hubiera sido apenas un destello, un capricho fugaz de la naturaleza. Y yo, sentado en el bote, me siento parte de ese mismo ciclo, de esa fragilidad efímera.
¿Quién ganó realmente? El dorado sigue su camino, yo me quedo con las manos vacías y el eco de su resistencia latiendo en los dedos. No es la primera vez que me pasa. Tampoco será la última. Pero cada vez que un pez se me escapa, me queda esa sensación de haber estado al borde de algo más grande, algo que no se puede medir ni pesar. Como si el río, en su eterno vaivén, me recordara que no se trata de atrapar, sino de entender.
Miro a mi alrededor. El sol se inclina sobre la copa de los sauces, tiñendo el agua de un naranja profundo. Respiro hondo, dejando que el aire cálido me llene los pulmones. ¿Cuántas veces más volveré a este mismo punto? ¿Cuántas veces más sentiré este vacío extraño, esta mezcla de derrota y plenitud? No lo sé. Pero sé que volveré. Siempre vuelvo.
Tomo el remo y empiezo a deslizarme río abajo, dejando que la corriente decida el rumbo por un rato. El agua susurra su viejo idioma y yo, en silencio, lo escucho.
En la orilla, el humo ralo de la ranchada de Poronio dibuja un hilo torcido contra el cielo. Lo encuentro agachado sobre un tronco seco, el filoso cuchillo hundiéndose con precisión en la carne flácida de una vieja de rio. No de esas viejas del agua, las negras de laguna que largan tufo a barro, sino de las chatitas, las de carne amarilla, las que valen la pena.
Con la cuchilla grande les mete un hachazo seco en la cloaca y, con un movimiento rápido, arranca el filo hasta la cola, separando la carne del caparazón. Lo hace con precisión de cirujano, sin apuro, pero sin errores. Primero un lado, después el otro. Dos filetes limpios por cada bicho.
- Te vi pasar río arriba - dice sin mirarme, la voz rasposa de tanto humo de leña y viento-. ¿Y? ¿Sacaste algo?
Me bajo del bote y sacudo la cabeza.
- Naaaa, chiquitaje… el mejor de todos se me fue.
Poronio escupe al costado y sigue con lo suyo. La hoja del cuchillo brilla con cada tajo, rápida, certera.
- Y si... algunos se van -murmura-. Pero siempre hay más.
Me siento en un tronco, mirando el fuego bajo que chisporrotea entre las ramas secas. El olor a grasa quemada y tripas abiertas me golpea de lleno. Poronio corta un pedazo y lo arroja sobre la chapa caliente. El pescado cruje al contacto, soltando su jugo espeso.
- Comé algo - dice, señalando con la punta del cuchillo-. Pa’ que no te vuelvas con la panza vacía.
El río sigue su curso. Hambriento y en silencio, acepto.
Agarro el pedazo de pescado caliente y lo muerdo despacio. Es simple, puro. Sabe a río, a lucha, a todo lo que me hizo venir hasta acá. Sabe a algo que, por más que intente explicar, sólo se entiende cuando se vive.
El sabor graso y tibio del pescado se mezcla con el humo del fuego, impregnándome el aliento y las manos. Mastico despacio, sintiendo la textura firme entre los dientes, el leve toque de sal que Poronio le ha echado con la punta de los dedos. El río es esto, pienso. No sólo la lucha, la espera, el tirón seco en la muñeca, sino también el fuego compartido, el silencio pesado de la tarde, el gusto simple de lo que la corriente nos deja.
Poronio se queda un rato en silencio, con la mirada perdida en las llamas. Su piel curtida por el sol y la vida en la isla parece casi de cuero, y sus ojos tienen ese brillo opaco de quien ha visto pasar los años sin apurarlos. Se limpia las manos en el pantalón y pasa la hoja del cuchillo por el tronco, como quien afila el tiempo.
- El verdadero pescador, siempre vuelve – murmura como si hablara para el mismo- Vos siempre volves - dice, sin mirarme -. Como todos los que entienden
No pregunto qué es lo que hay que entender. Ya lo sé. No es sólo pescar, ni desafiar la paciencia del río, ni probar la propia fuerza contra un pez que se resiste. Es algo más profundo, más antiguo. Es escuchar el agua moviéndose en su idioma propio, aprender a leer las sombras en la corriente, sentir que en cada jornada hay algo que se nos escapa, algo que queda flotando en el aire pesado de la tarde y que nos hace volver, aunque nunca sepamos bien por qué.
El sol ya cae, alargando las sombras de los sauces y de los alisos sobre el barro húmedo. El río se adormece en su vaivén y la brisa trae el olor fresco de los camalotes que flotan a la deriva. Me sacudo las manos y me pongo de pie. Sé que es hora de irme. Pero también sé que, tarde o temprano, la corriente me traerá de nuevo.
Guardo lo poco que traje, asegurándome de que nada se quede en la orilla. No porque me preocupe olvidarlo, sino porque Poronio es de los que son capaces de llevarte las cosas a nado de ser necesario, si ven que te dejaste algo, y no quiero dejarle esa responsabilidad.
Antes de subirme a la lancha, echo un último vistazo a la ranchada. El fuego chisporrotea terco, consumiendo lo que queda de leña. Poronio se ha quedado callado, cortando un pedazo de madera con la misma paciencia con la que filetea los pescados. Quizás sólo para tener algo entre las manos, quizás porque en esta vida de río, siempre hay algo que hacer, aunque sea matar el tiempo.
La corriente me agarra suave, llevándome despacio aguas abajo. Respiro hondo, sintiendo el olor a rio, barro y a humo impregnado en la ropa. Sé que no tardaré en volver. Acá, en el río, uno siempre tiene algo pendiente...