sábado, 15 de marzo de 2025

La Plata...

 

El sol caía despacio sobre el horizonte, tiñendo de naranja y violeta los campos de maíz. La brisa templada movía las hojas de los árboles con un murmullo constante. Estábamos sentados sobre un tronco caído, al borde del campo, contemplando las últimas luces del día. Yo pateaba la tierra seca con la punta de la bota, distraído en mis propios pensamientos, mientras el viejo descansaba con los brazos cruzados, la mirada perdida en el horizonte.

—Abuelo, se viene la noche —dije, como quien no quiere decir nada, pero tampoco quiere quedarse callado.

—Siempre se viene la noche, nene. Y después amanece de nuevo —respondió él, con esa voz pausada y serena que tenía cuando hablaba de cosas simples pero profundas.

Su respuesta me dejó pensando. En la radio del boliche había escuchado hablar del precio del dólar, de la inflación, de las tierras que vendían cerca del pueblo. Los grandes siempre hablaban de eso, como si el mundo girara en torno al dinero. Yo no entendía mucho, pero sentía que era importante. Al rato, después de mucho hablar de todo y de nada, me animé a preguntar:

—¿Y la plata, abuelo? ¿Usted cree que es importante?

El viejo siguió mirando el horizonte. No respondió de inmediato. Se tomó su tiempo, como si pesara cada palabra antes de decirla. Finalmente, giró la cabeza y me miró de reojo, con esos ojos gastados por los años y el sol de tantos veranos.

—Depende para qué, m'hijo.

—Para tener cosas. Para no preocuparse. Para vivir bien.

El viejo sonrió apenas, con una mueca que no era ni burla ni ironía, sino algo más profundo, más viejo que él mismo. Se inclinó, agarró un puñado de tierra y la dejó caer entre los dedos, como si la estuviera estudiando. Luego sacudió las manos y dijo, sin cambiar el tono de voz:

—Escuchame bien, nene. Absolutamente todo lo que se pueda pagar con plata, es barato.

Fruncí el ceño, sorprendido. Esperaba otra respuesta. Algo sobre el ahorro, sobre lo difícil que era ganarse la vida, sobre la importancia de no derrochar. Pero no eso.

—¿Cómo que barato? —pregunté, intentando entender.

El viejo se acomodó el sombrero y miró el cielo, donde las primeras estrellas asomaban tímidamente entre las nubes. Suspiró y habló despacio, como si me estuviera revelando un secreto que había aprendido con los golpes de la vida.

—Mira, con plata compras una casa, pero no un hogar. Compras un reloj, pero no el tiempo. Compras atenciones, pero no amor. Compras remedios, pero no salud. Todo lo que la plata puede comprar, al final es lo de menos, y eso no lo digo yo, sino mas bien que es algo altamente conocidos por todos… La vida en si es un suspiro, y a veces nos olvidamos de lo que realmente importa. Cuando nacemos, venimos al mundo sin nada, completamente desnudos, solo con el amor de quienes nos reciben. Y cuando nos vayamos, no importa lo que hayamos logrado ni cuántos bienes hayamos acumulado, porque lo único que nos llevaremos es lo que otras personas sientan por nosotros, el cariño y el recuerdo que dejemos. Los afectos, eso es lo que realmente vale. La riqueza que se mide en abrazos, sonrisas, y momentos compartidos. No te olvides nunca de esto, m'hijo, porque al final, lo que queda son los lazos de amor que forjamos, no las cosas materiales.

Me quedé callado, masticando sus palabras. La brisa había cambiado, ahora traía un olor fresco, mezcla de tierra y pasto húmedo. A lo lejos, las luciérnagas empezaban a parpadear entre los pastizales. Sabía que había algo grande en lo que me había dicho, algo que todavía no entendía del todo, pero que con el tiempo iba a tener sentido.

El viejo se puso de pie con un crujido en las rodillas y se desperezó con un gesto cansino.

—Vamos, que la abuela nos espera con la cena —dijo, comenzando a caminar de vuelta a la casa.

Lo seguí en silencio, sintiendo que esa noche, sin darme cuenta, había aprendido algo que me iba a acompañar toda la vida.