-Contame algo- me dijo- ¿cómo fue llegar hasta allí? ¿hasta esa edad? - Su pregunta estaba cargada de una genuina ingenuidad, un tratar de entendernos, esa forma de intentar comprender el mundo sin prejuicios ni dobleces.
Me senté en el borde de su cama y le acaricie la frente, tratando de ser lo más paternal posible… tratando quizá de saber o entender cómo sería eso, ya que no tengo recuerdos de haber recibido caricia similar.
-Te podría decir “jodido”, pero mucho me temo que es asustarte al pedo. Viviendo, seria lo mas adecuado… no te apures, todo llega.
Me tome un segundo para respirar, y tratar de echar mano a mis recuerdos.
Explicarle que no todos son “merecedores” de ser ayudados, que muchas veces el perro al que le estas dando de comer, te muerde la mano, o que la vaca que sacaste del barro, te termina corriendo una vez que piso en firme. Que la gente hace y dice, y que somos nosotros los que debemos entender, procesar y DECIDIR qué hacemos con ello.
Él frunció el ceño, como si su mente infantil intentara acomodar cada palabra en un casillero ordenado. Lo vi tragar saliva y pestañear rápido.
- ¿Y cómo hago para saber quién sí y quién no? -me preguntó, enredando los dedos en la sábana.
Suspiré. Ojalá tuviera una respuesta fácil.
-No hay una fórmula mágica. A veces lo aprendés con la experiencia… y otras veces, cuando ya te clavaron el puñal. Pero aprendés. Lo importante es que, cuando pase, no te llenes de bronca. Guardate la lección, no el rencor.
En esta vida, la experiencia te permite ver las cosas con mayor claridad y afrontarlas con más facilidad… lástima que, para adquirirla, primero tengas que tropezar tantas veces y dejar tantos años en el camino.
Asintió, aunque no sé si terminó de entender. No lo culpo. A esa edad uno cree que todos los abrazos son sinceros y que las promesas se cumplen siempre.
Seguí explicándole que la sangre no te hace familia… que LA LEALTAD SI.
Que los apodos solo son graciosos para quien los dice, pero no para quien los recibe, que no es que “a las mujeres no se le pega”, en realidad NO SE LE PEGA A NADIE, que la violencia nunca es la solución a nada (y quizá hasta le podría dar el ejemplo que cuando vemos al mosquito posado sobre nuestros propios testículos, ahí entendemos que la violencia y los golpes no son la solución a los problemas).
Que la ropa tapa tus partes “pudendas”,
tanto si es Cacharel, Dior, un traje a medida de algún sastre italiano, o un
lompa echo por Doña Tona de acá a la vuelta con su maquinita Singer a pedal.
Que hay que comer por necesidad y no por gusto, que debemos agradecer
cada plato con el que podemos contar en la mesa.
- ¿Y lo de la sangre y la lealtad? -insistió.
Me acomodé mejor en la cama y le revolví el pelo cariñosamente.
-Te lo voy a poner fácil. A veces, la gente con la que compartís sangre te va a soltar la mano cuando más los necesites. Y a veces, quienes menos esperás van a estar ahí para levantarte. Esos, son tu verdadera familia. La que elegís.
Se quedó callado, mascullando mis palabras, hasta que alzó la mirada con una chispa de duda.
- ¿Entonces puedo elegir quién es mi familia?
Sonreí. No deja de sorprenderme lo rápido que aprende.
-Siempre.
Continué diciéndole que la plata es “solo un medio”, que no vale la pena dejar la vida en su búsqueda, aunque a veces la urgencia nos haga olvidarlo. Que mil veces somos injustos con nuestros padres, sin saberlo o sin querer darnos cuenta, y que solo cuando nos toca estar del otro lado-cuando cargamos con el peso y la ternura de ser progenitores-empezamos a comprender lo que antes nos resultaba invisible. Que el tiempo es tramposo y nos hace creer que siempre habrá un después para pedir perdón, para abrazar más fuerte, para decir lo que callamos. Pero no siempre hay después.
Hubo un silencio. No incómodo. De esos en los que las palabras sobran.
Después de un rato, lo vi bostezar. Le di un beso en la frente y un golpecito en la cabeza, suave, como un recordatorio de que todo iba a estar bien.
-Dormí, que mañana hay escuela.
… y lo tapé, tan solo con el cubrecama, que lo iba a proteger de sus propios demonios y monstruos.
Él cerró los ojos, pero antes de rendirse al sueño, murmuró:
-Gracias por venir a hablarme.
Yo lo miré un rato más y, antes de apagar la luz, le respondí:
-Siempre voy a estar.
Salí y cerré la puerta, sabiendo que la locura del mundo exterior lo asusta, amedrenta y lo agobia… una carga demasiado pesada para él.
Mientras cerraba la puerta, me detuve un segundo. En la penumbra, su respiración se había vuelto pausada, tranquila. Lo observé una última vez, tratando de grabar en mi memoria su expresión serena, su mundo aún intacto. Me vi en él, en esos ojos grandes llenos de preguntas, en esas manos pequeñas que todavía no sabían de grietas ni cicatrices. Quise decirle que todo estaría bien, que algún día entendería. Pero no hacía falta. Yo ya lo sabía.
Quizás fue un sueño, quizás un
susurro de la memoria. Pero mientras cerraba la puerta, supe que, de algún
modo, había vuelto a ese cuarto de paredes descoloridas. A ese instante
donde mi yo de 9 años me escuchaba con la inocencia intacta.
Y aunque él aún no lo entendiera, yo sí: todo lo que le dije, algún día lo
recordaría, y me sentaría frente a mi blog a escribirlo… para que vos puedas
leerlo.