Hoy es el día. Después de meses—bueno, siendo honestos, años—de evadir el gimnasio con excusas magistralmente elaboradas, he decidido regresar. No porque haya encontrado una súbita pasión por el fitness, sino porque mi reflejo en el espejo ya no me devuelve la misma confianza de antes. Y porque, según mi médico, "tener que jadear después de atarse los zapatos no es normal".
Llego al gimnasio con la actitud de un gladiador a punto de entrar en la arena, pero en cuanto cruzo la puerta, me doy cuenta de que mi recuerdo del lugar era una fantasía optimista. Todo está lleno de máquinas infernales, gente musculosa con miradas decididas y un olor a esfuerzo que desafía cualquier ambientador aromático. Intento recordar cómo se usaban las máquinas, pero parecen haber evolucionado en mi ausencia.
Decido empezar con la caminadora, un clásico. Algo fácil, ¿verdad? Error. A los cinco minutos, estoy sudando como si estuviera escapando de un incendio. A los diez, siento que mis piernas pesan como columnas de mármol. A los quince, me agarro de los pasamanos con la dignidad de un náufrago aferrado a un pedazo de madera. No quiero parecer débil, así que sonrío estoicamente, aunque por dentro estoy redactando mi testamento mentalmente.
Luego me aventuro en la sección de pesas. Agarro unas mancuernas modestas y empiezo con lo que mi memoria muscular insiste en recordar como "fácil". Tras la segunda repetición, mi brazo tiembla como gelatina en un terremoto. Un tipo al lado levanta con un solo brazo lo que yo probablemente no podría ni arrastrar con ambas manos y un arnés. Pero sigo adelante, porque la vergüenza es un gran motivador.
Después de una hora, que se siente como una eternidad, decido que he hecho suficiente por hoy. Me arrastro hasta los vestidores, sintiendo cada músculo que no sabía que existía. Mañana voy a pagar por esto. Al salir, el recepcionista me sonríe y dice: "Nos vemos mañana". Yo le devuelvo la sonrisa con el último aliento que me queda y asiento, aunque sé que mañana, en lugar de volver, probablemente estaré inmóvil en la cama, reflexionando sobre mis decisiones de vida y preguntándome si puedo vivir sin moverme nunca más.
Pero bueno, lo importante es que volví. Y eso ya es un milagro digno de celebración. Con un buen plato de comida, por supuesto. Sin culpa. Con mucho carbohidrato.
Esto, que bien podría haberme pasado a mí, es en realidad el
relato de un colega/compañero de trabajo/amigo que me pidió poner en letras, el
sufrimiento al cual fue afectado luego de su regreso a los fierros... muero
por poner su nombre... pero entiendo que debido a su discreta introversión, solo conseguiría
importunarlo. No importaría, siempre y cuando lo LEA.