Había un médico en Laguna Paiva, cuyo nombre se pierde en el transcurso de esta historia, que por un afortunado diagnóstico (según creo haber oído) y la consecuente recuperación casi milagrosa de su paciente, fue obsequiado por la familia de éste con un simpático y pequeño burrito. El Moncho.
Así que no se tiene noción realmente de qué edad tenía el mencionado, cuando llegó a la vida de la familia Fiorano. Pero pronto quedó claro que el Moncho tenía una personalidad que lo haría inolvidable.
Para empezar, parecía disfrutar de hacer enojar a los perros del barrio. Bastaba con que soltara uno de sus sonoros rebuznos para que todos los perros comenzaran a aullar al unísono. Y si bien cualquiera habría pensado que lo hacía sin intención, quienes lo conocieron sabían que el Moncho lo hacía a propósito, porque al parecer aquello le causaba una enorme gracia. Su satisfacción era evidente cuando, después de un coro de aullidos, sacudía su cabeza y movía sus orejas con aire de triunfo.
El enorme terreno donde vivía daba justo a la calle por donde los niños de la escuela 31 pasaban al salir. Con el tiempo, Moncho agarró la costumbre de esperarlos en la punta del terreno, y cada vez que veía venir una tanda de cuatro o cinco chicos, los acompañaba durante todo el recorrido, recibiendo caricias y alguna que otra galleta o dulce que los niños se guardaban para convidarlo. Se convirtió en una pequeña tradición de la infancia de muchos, y hasta había quienes decían que Moncho reconocía a cada uno de los niños por su voz. Si uno de ellos faltaba, el burrito miraba en todas direcciones, como buscándolo, antes de seguir su camino.
Sin embargo, la vida del Moncho cambió cuando, allá por la década del 60, el doctor (no sé si por algún trato comercial o mero regalo) decidió enviarlo al campo de la familia Fiorano allá en naciente pueblo de Villa Laura, el cual fue siempre más reconocido por el nombre de su estación de trenes: Constituyentes. Para ello, mandó a un par de muchachos a llevarlo en un trayecto que no debía tomar más de una hora. Pero el Moncho, terco como solo él sabía serlo, decidió a mitad de camino, que no quería continuar y se echó en una zanja. Los muchachos, por más que lo intentaron, no lograron moverlo. Finalmente, el doctor tuvo que salir a ver qué pasaba y los encontró ahí, con el Moncho echado sin intención alguna de seguir el viaje, así que solamente atinó a taparlo con lonas y dejarlo pasar allí la noche. Solo cuando al burrito se le ocurrió, recién al día siguiente, se levantó y siguió viaje como si nada. Algunos dicen que lo hizo con un aire de dignidad, como si él mismo hubiera decidido cuándo y cómo irse.
Años más tarde, cuando la familia Fiorano se mudó nuevamente, esta vez a un campo en Monte Vera, el traslado del Moncho volvió a ser un problema. Para cruzar el pueblo de Arroyo Aguiar, en un trayecto que normalmente tomaría menos de una hora, el Moncho tardó más de 18 horas, con sus acostumbradas paradas caprichosas. En un momento, simplemente decidió que el camino e ir cabestreando no le gustaban y se negó a avanzar. Se quedó plantado con las patas firmes, mirando el horizonte como si estuviera meditando. Finalmente, tras muchas súplicas y promesas de chirlos y de zanahorias, se dignó a seguir, pero a su propio ritmo.
Cuentan que aquel burrito acompañaba a la madre y la hermana de la familia hasta el baile, y, con gran picardía, asomaba su enorme cabezota por entre la puerta del club que servía de salón bailable. Cada vez que la orquesta terminaba de tocar, lanzaba un fuerte y peculiar rebuzno, como si formara parte del espectáculo. Fue allí donde Walter, uno de los muchachos de la familia, lo encontraba casi siempre. Al verlo, el burro, con la lealtad de un perro, lo seguía sin dudar de nuevo al campo.
Ya instalado en el campo, el Moncho demostró otra de sus peculiaridades: solo bebía agua recién bombeada. Si alguien tenía la osadía de tirar un yuyito o un cascotito en su balde mientras bebía, se ofendía y se negaba a seguir tomando. Más de una vez los chicos de la familia se vieron en la obligación de traerle un nuevo balde con agua fresca para contentarlo. No importaba el calor ni la sed, su orgullo estaba primero.
Además de sus travesuras cotidianas, el Moncho también tuvo su momento de fama en los corsos organizados por el Club San Martín, allí donde la calle estaba flanqueada por eucaliptos. Formaba parte de la representación de “El casamiento de la Nicanora”, en la que uno de los muchachos se disfrazaba con un vestido de novia y debía desfilar montado sobre él. Sin embargo, el verdadero desafío no era el espectáculo en sí, sino la ardua tarea de atraparlo y ensillarlo.
Para lograrlo, lo metían en los bretes donde se ordeñaban las vacas, lo maneaban y, con mucha paciencia (y luego de infinidad de coces, manotazos, golpes, mordidas y rebuznos de protesta), conseguían ajustarle la cincha. Una vez bien ensillado, lo sacaban de tiro y lo dejaban caminar solo un rato, para que se fuera acostumbrando antes de que la "novia" se subiera. Y aunque el proceso de preparación era una batalla en sí misma, una vez que salía a la calle, el Moncho parecía disfrutar de las risas y los aplausos de la gente. Pero eso sí: cada año, el desafío seguía siendo el mismo… ensillarlo.
Pero más allá de sus caprichos y mañas, el Moncho tenía una función importante en el campo. En muchos lugares de la zona, se acostumbraba a dejar un burro con otros animales, pues su presencia ahuyentaba a los pumas y protegía al resto del ganado. Y el Moncho, con su carácter fuerte y su instinto protector, fue un gran guardián. Si algo le parecía sospechoso, rebuznaba con tanta fuerza que hasta los mismos peones se alertaban. Más de una vez, con su sola presencia, evitó que algún puma se acercara demasiado.
Sin embargo, los años no pasaron en vano. Después de una gran inundación, el Moncho pasó demasiado tiempo en el agua y sus patas comenzaron a deformarse por una infección. A pesar de los cuidados y esfuerzos de la familia, no pudo recuperarse. Murió en el campo que tanto había defendido y donde dejó una huella imborrable en quienes lo conocieron. Aún hoy, su recuerdo sigue vivo, con las anécdotas de sus travesuras, sus rebuznos burlones y su nobleza incomparable.
Algunos dicen que, en las noches serenas de luna llena, si uno se queda en silencio, todavía puede escucharse un rebuzno lejano, como un eco del Moncho, el burrito más querido de aquel lugar...