domingo, 2 de febrero de 2025

Ergo escribe...

 Escribir es un acto de profunda vulnerabilidad. Es como abrir una puerta hacia un lugar oscuro y privado de tu ser, un espacio lleno de pensamientos, emociones y sueños que, de alguna forma, esperan encontrar su salida. Pero esa salida no siempre es sencilla. La palabra escrita se convierte en un puente entre el mundo interior y el exterior, y como todo puente, a veces se siente frágil, inestable, inseguro. Y, como todo puente, hay momentos en los que el miedo a cruzarlo, el miedo a exponer todo lo que hay detrás de esas palabras, me hace dudar.

Lo que siento, lo que imagino, lo que sueño, tiene una fuerza que no siempre logro comprender. A veces parece más grande que yo, más complejo que cualquier intento consciente de expresión. Hay pensamientos que surgen como ráfagas y se desvanecen tan rápido que no tengo tiempo para analizarlos, pero me persiguen. Y están ahí, latiendo en algún rincón de mi mente, esperando ser liberados. Pero no todos los pensamientos deben ser compartidos, ni todos los sentimientos deben ser procesados públicamente.

Cuando me siento frente a la página en blanco de un word, es como si estuviera dando forma a algo que nunca tendrá una forma definitiva. Unas palabras encajan perfectamente, otras luchan por encontrar su lugar. Pero incluso las que se quedan, las que logro pulir lo suficiente como para compartirlas, son solo una fracción de lo que realmente escribo. Un 30% o quizás un 40% de todo lo que dejo plasmado alguna vez llega a los ojos de alguien más. La mayor parte se queda en mis archivos, guardada, quizás porque no está lista, o quizás porque no está destinada a ver la luz.

¿Por qué no todo lo que escribo ve la luz? Porque no todo está hecho para ser compartido. Hay algo en la pureza de los pensamientos no expresados que los hace especiales. Hay algo de intimidad en ellos que los preserva, que me los guarda en lo más profundo. Algunas palabras son solo para mí, solo para un momento, para un estado de ánimo pasajero. A veces, ni yo mismo quiero leer lo que escribí, porque esas palabras, esas ideas, no son coherentes con lo que soy ahora. Me confrontan, me desafían, y quizás, me muestran una parte de mí que preferiría no ver.

Y eso me lleva a algo más profundo: la relación que tengo con lo que escribo. A veces, incluso las palabras que comparto me parecen extrañas, distantes. Las releo y no siempre reconozco al escritor, no siempre me reconozco a mí mismo en ellas. Las palabras tienen vida propia, y a veces esa vida no es la que yo imaginé cuando las escribí. Eso me hace comprender a aquellos que no entienden lo que hago, a aquellos que se sienten ajenos a mis obras. No todos los textos resuenan con todo el mundo, y eso está bien. Tal vez no estamos destinados a ser comprendidos en su totalidad, porque no siempre estamos listos para ser comprendidos. La escritura es, después de todo, un reflejo de la naturaleza humana: siempre cambiante, siempre contradictoria, siempre incierta.

Así que no me sorprende que algunas personas no entiendan mis palabras. Ni siquiera yo las entiendo completamente. Y a veces me pregunto si debería compartir algo de lo que escribo. ¿Vale la pena arriesgar la vulnerabilidad de exponer algo tan íntimo? Pero la respuesta, al final, siempre es la misma: escribir es un acto de autenticidad, un grito silencioso por ser visto, por ser escuchado. No todo lo que escribo se destina a ser leído, y está bien. Pero incluso en ese proceso de selección, en ese constante "corte y ajuste", me doy cuenta de que lo más importante no es lo que publicas, sino lo que realmente sientes al escribir.

Lo que no sale a la luz permanece como una sombra protectora, y eso también es parte del proceso.