Anoche, tipo 11, las chicharras en los montes que rodean el pueblo parecían haberse reunido para dar un concierto nocturno impresionante, digno de una orquesta sinfónica en plena apoteosis. No sé si fue la intensidad del sonido o el eco de la naturaleza haciéndome pensar que, tal vez, este pueblo entero estaba a punto de ser invadido por una banda de rock de insectos, pero de alguna manera todo me envolvía en una atmósfera tan surrealista como imparable. Como si el silencio, ese antiguo compañero de las noches, hubiera decidido hacer una pausa y dejar a las criaturas de la noche tomar el escenario.
Esta mañana, al venir a mi trabajo, me encontré con el "post show" de ese concierto. La gente, con cara de zombis recién despertados, lidiando con los mosquitos como si fueran guerreros expertos manejando nunchakus invisibles. Movimientos acentuados, golpes al aire, todo en un frenético vaivén de supervivencia. A cada paso, un suspiro, un salto, un "¡ay!" mientras esas pequeñas bestias voladoras parecían tener más energía que todos nosotros juntos.
El calor, el zumbido constante, el ardor de la piel... en fin, el día no prometía nada bueno. Y al ver esa escena, tan caótica como cómica, no pude evitar pensar: ¿qué nos deparará este día? ¿Seremos capaces de salir indemnes de la invasión de los mosquitos? ¿O el destino, con su ironía infinita, tiene otro tipo de tormenta preparada?
Dios se apiade de nosotros, porque, sinceramente, si las chicharras ya nos habían dado un preludio de la locura, los mosquitos han venido a sellar el espectáculo con su propio toque de caos.
Lo que parecían aplauso para ellos, lo que parecían ser ovaciones, en realidad eran las personas tratando de matarlos, con sus manos en el aire y una coreografía de golpes desesperados…