No recuerdo cómo comenzó, ni el momento exacto en que la cámara se convirtió en parte de mí. Solo sé que, desde que decidí caminar solo por el mundo, la fotografía se transformó en la única forma en que podía preservar lo que ya no estaba. Fotografiar las ausencias. Esa era mi misión y, de alguna manera, mi condena.
El pueblo donde vivo es pequeño, uno de esos lugares donde todo parece estar detenido en el tiempo: el parque, las calles de tierra, las casas antiguas. Y yo, siempre con mi cámara colgada al cuello, buscando algo que no puedo definir. Un banco vacío, una ventana cerrada, una bicicleta abandonada. Esos son los momentos que me llaman, los que gritan desde el vacío, pidiendo ser capturados. Porque en esos espacios vacíos puedo ver lo que ya no está, las ausencias. No solo en la realidad física, sino también todo aquello que se conserva en nuestras mentes, a manera de nostalgias...
A veces, la gente del pueblo me mira con curiosidad, como si fuera una figura rara. ¿Quién soy? ¿Qué hago fotografiando aquellas ausencias?. Lo sé, no tiene demasiado sentido para ellos. Piensan que estoy loco, que mi mente está atrapada en recuerdos que no existen. Pero lo que no entienden es que las ausencias no son solo vacíos ni cosas que se han ido, son la huella invisible de lo que una vez estuvo. Esas huellas son las que trato de capturar, esas sombras que el tiempo ha borrado, pero que siguen ahí, aunque ya no estén presentes.
Yo era un hombre como cualquier otro, con una familia, una casa, un futuro por delante. Pero todo eso desapareció un día sin aviso. No sé si fue la distancia, el silencio, o tal vez las palabras que no supe decir. Solo sé que, un día, mi vida cambió radicalmente. Mis hijos también se fueron, llevándose sus risas, sus juegos, la presencia constante de sus voces en la casa. Y así, quedé solo, con mi cámara y mis recuerdos.
Al principio no entendía lo que había sucedido. ¿Por qué me dejaron? ¿Qué habré hecho mal? Pero pronto me di cuenta de que lo perdido no puede ser reparado. En lugar de buscar respuestas, comencé a fotografiar. No a las personas, sino a sus ausencias. Porque las ausencias tienen algo que las presencias no ofrecen: una especie de resonancia, una vibración en el aire que solo yo podía percibir.
Una tarde, un niño se acercó mientras fotografiaba el viejo banco del parque. Era un banco de madera desgastada, pintado de blanco, pero vacío. Miró la cámara y me preguntó, con la curiosidad brillando en sus ojos:
—¿Por qué tomas fotos de cosas vacías?
Sus palabras me dejaron en silencio por un momento. No sabía cómo responderle. No podía decirle que fotografiaba las ausencias porque, de alguna manera, eran ellas las que me mantenían con vida. Así que le dije lo primero que vino a mi mente:
—Es que en los vacíos también hay algo. Si miras bien, puedes ver lo que ya no está, lo que se fue, a veces sin siquiera decir adiós. Las ausencias tienen una historia que nadie recuerda. A veces, las cosas más valiosas son las que no se ven, pero están ahí, como el eco de un abrazo o el susurro de una voz perdida.
El niño me miró, calculo que sin entender completamente, pero algo en su expresión me dijo que había comprendido, aunque de una forma diferente. Fue entonces cuando me di cuenta de que, aunque el dolor de la ausencia nunca desaparece por completo, en mi alma comenzaba a surgir un consuelo. Porque las ausencias no son solo lo que se pierde, sino también lo que queda atrás, lo que forma parte de uno de una manera indescriptible.
El tiempo siguió su curso, y yo continué fotografiando lo que no puede ser tocado.
Las fotos dejaron de doler tanto como antes. Al contrario, empecé a ver que las ausencias eran, al fin y al cabo, una parte esencial de la vida. Un día, mientras fotografiaba la vieja cocina de mi casa, con sus utensilios abandonados y el polvo acumulándose sobre la mesa, me di cuenta de que ya no me sentía tan vacío. Todo lo que he perdido, sin embargo, sigue allí: en las paredes, en las sombras, en la luz que se filtra por la ventana.
En mi última foto, decidí fotografiarme a mí mismo. No era algo que soliera hacer, pero sentí que era el momento. Me coloqué frente al espejo de la casa y apunté la cámara hacia mi rostro. En el reflejo de la lente, vi algo que no esperaba: una figura, un rostro difuso, una imagen apenas perceptible. Era mi padre, o al menos la sombra de su presencia. No pude evitar una sonrisa triste. Por fin entendí que, aunque no estaba, su amor nunca se había ido.
Y así, con una última foto en mis manos, entendí lo que realmente estaba buscando. No era solo lo que se había ido. Era lo que las ausencias habían dejado atrás.