Y un buen día la abuela decidió irse a volar por los campos florecidos de Saturno, visitando Marte y Júpiter en su migrar, charlando con los peces y elefantes que volaban a su lado.
Se fue a comer la mazamorra de su abuela, y a jugar a la rayuela, saltando de nube en nube, escondiéndose de todos y de nadie… porque ya no recordaba las caras ni los nombres, pero en su vuelo, todos eran amigos, y todo le parecía cercano y acogedor.
En su viaje, encontró una flor que nunca antes había visto. La tocó con la punta de los dedos, y la flor, como por arte de magia, le susurró:
- ¿Recuerdas, cuando en la tierra recogías flores de colores?
Pero la abuela, confundida y con una sonrisa tranquila, contestó sin miedo:
-A veces creo que las he olvidado, pero no importa, porque aquí en el cielo, las flores siempre son nuevas y todas me esperan.
En su camino, vio a su hermano pequeño, corriendo entre las estrellas, con una pelota roja en la mano. Pero al acercarse, ya no era su hermano, sino un niño sin nombre, sin rostro, que la miraba con ojos brillantes, llenos de preguntas. Ella quiso llamarlo, pero las palabras se le escaparon, deslizándose como agua entre sus dedos. Sin embargo, no hubo tristeza en su mirada, porque allí, entre las estrellas, entendió que el olvido era solo una forma diferente de recordar.
Poco a poco, su viaje la llevó a un rincón oscuro, donde el tiempo ya no corría. Allí, se encontró con una vieja sombra que la esperaba pacientemente. La sombra no hablaba, pero abrazó a la abuela con un cariño tan profundo que no necesitaba palabras. Era el abrazo de todos sus recuerdos perdidos, de aquellas cosas que no volvieron, pero que, al mismo tiempo, nunca se fueron del todo.
Y entonces, en un susurro casi imperceptible, la abuela entendió: en el olvido, en el viaje, en el vuelo hacia Saturno, la vida nunca se pierde realmente, solo se transforma. Y la abuela, con una sonrisa dulce, siguió su camino, jugando entre las estrellas y las nubes, sabiendo que, al final, siempre habrá un lugar donde el amor permanece, intacto, aunque las memorias se deslicen como hojas al viento.
Así, volando por los campos de Saturno, ya no necesitaba recordar para sentir que estaba en casa.
Una anciana a la que ella no reconocía, la observaba desde el espejo, y otra anciana, pero mucho más joven, estaba parada a su lado y la llamaba mamá.
Y así, mientras su cielo se volvía un lienzo infinito de colores que nunca antes había visto, la abuela, descubrió que cada paso, cada flor, y cada nube en su vuelo eran ecos de los días que había amado y de los sueños que nunca se perdieron.
Y nosotros, aunque sintiéramos que sus manos ya no podían sostener los recuerdos, entendimos que su corazón los llevaba en silencio, transformados en estrellas.
Al final, el amor no necesita un rostro ni un nombre para brillar; solo existe, eterno, como una luz que guía incluso en los senderos del olvido.