martes, 25 de junio de 2024

De brochas, rodillos, escaleras y lamentos...

 

Yo imagino que una de las pruebas que tendrán algunos psiquiatras para saber si una persona sufre de algún tipo de enfermedad mental, es el hecho de que le agrade pintar CASAS. ¡Sí, sí, esas estructuras demoníacas con techos altos que parecen nunca terminar! Debe ser un algún tipo de tortura psicológica disfrazada de hobby popular.

Verán, para mí, pintar una casa es como decidir voluntariamente pasar un día entero siendo perseguido por una manada de lobos hambrientos en un callejón sin salida, embarrado y lleno de alambre de púas (y mosquitos… ya que estamos).

Entiendo que exista gente a la cual le gusta (o no le disgusta al menos) el trabajo de la pintura (permítanme compararlos con aquellos otros a los cuales les gustan las tortugas (bicho insulso si los hay) como mascotas). Evidentemente esa gente ha sufrido un trauma muy grande en sus infancias, y consideran que pintar una pared les ayuda a distanciarse de esos eventos pasados. El acto de pintar se convierte en un escape, una especie de terapia autoimpuesta que intenta borrar las huellas emocionales que los persiguen. A medida que la brocha o el rodillo recorre la superficie, tal vez intentan cubrir no solo la pared, sino también los recuerdos dolorosos que acechan en las sombras de su mente.

Yo, por mi parte, siempre he sospechado que el verdadero signo de cordura es preferir actividades menos arriesgadas, como contar las manchas en el techo o intentar convencer a tu gato de que te ayude a pintar (¡bueno, al menos hasta que se dé cuenta de lo que estás haciendo y te arañe la cara!).

Entonces, para mí, pintar casas es más una actividad de riesgo que una forma de arte. Y si disfrutas de ello, no sé si te envidio o te admiro. O tal vez ambas cosas, pero desde una distancia segura, preferiblemente con un pincel y un lienzo mucho más pequeños.

Pensando bien, solo te envidio (y no "sanamente", eso es mentira, la envidia es pobre, puerca y cochina). Si puedes disfrutar de horas rodeado de colores, eligiendo entre tonos de blanco que a mí me parecen idénticos, o emocionándote con la elección entre "crema de almendra" y "marfil antiguo", entonces tienes un superpoder del que carezco completamente.

Mientras tú te mueves entre pinceles, escaleras y rodillos con la destreza de un artista renacentista moderno, yo sigo lidiando con la idea de que el color perfecto es aquel que no mancha mis zapatos ni mis pantalones (cosa que hasta ahora no he conseguido “jamás”).

Así que, en resumen, sigue disfrutando de tu pasión por la pintura mientras yo busco desesperadamente cualquier otra cosa que hacer, que no involucre un rodillo y la constante amenaza de convertirme en un mural humano.

Conozco mucha gente (no hablare de aquellos pintores de “profesión”, sino al simple mortal ratón como quien escribe que no quiere/puede permitirse el gusto gastar, y que otra persona haga aquello para lo cual uno no está preparado a hacer), que terminan de pintar una pared, o una casa y uno no encuentra (ni aun buscando) una sola pu... mancha en el piso, o en su ropa… no, no…no sería ese mi caso.

Primero: subir la escalera tratando de evitar a toda costa que la pintura se me caiga desde allá (más o menos el Everest, dependiendo el grado de acrofobia que me acompañe ese día), solo para darme cuenta de que olvide el rodillo en el piso. Luego, cuando finalmente empiezo a pintar, es inevitable que “algo” me salpique. Y cuando digo algo, me refiero a todo: la ropa, el suelo, mi pelo, incluso mi pobre gato que pasaba por allí en el momento equivocado.

Y no olvidemos la emoción suprema de descubrir que nunca sé si tengo suficiente pintura justo cuando estoy en la parte más alta de la pared. Es como un juego de estrategia perverso: ¿bajo a cargar más pintura y arriesgo a voltear todo, o que se seque lo que ya apliqué, o decido que es un toque artístico dejar una sección a medio pintar para "darle carácter" a aquella pared?

Cuando me vaya al infierno (lugar al que iré sin tantas preocupaciones porque "sé y estoy seguro" que me encontraré con MUCHÍSIMOS CONOCIDOS), seguramente Don Diablo me estará esperando con una pared interminaaaaaable y muchos tarros de pintura. Y ya puedo imaginarlo, con su risa burlona y su tridente convertido en un rodillo gigante, diciendo algo así como: "Bienvenido, ERGO, tengo un trabajo para ti que te mantendrá ocupado por toda la eternidad".

Podría ser parte de su plan de tortura eterna, ¿no creen? Pintar casas en el infierno, donde la pintura nunca se seca, los pinceles siempre pierden cerdas y la escalera parece multiplicarse cada vez que tratas de subirla. ¡Ah, qué cruel castigo el mío!

No sé si Don Diablo realmente tenga un plan tan meticuloso para mi condena, pero si hay algo seguro es que me veré rodeado de compañeros de desdicha, todos mirándonos mutuamente con la misma expresión de resignación mientras escuchamos al diablo gritar instrucciones sobre la "importancia de una buena capa de pintura".

En fin, si alguien tiene la tentación de regalarme un tarro de pintura para mi cumpleaños, por favor, absténganse. Prefiero enfrentar cualquier otro castigo imaginable antes que volver a sostener un rodillo y enfrentarme a una pared en blanco.

 

Así que mientras esté en este mundo, trataré de evitar cualquier actividad que involucre más pintura que la que cabe en una miniatura de Warhammer. Y si alguna vez me ven mirando una pared con ojos de odio profundo, ya sabrán por qué: estoy visualizando mi futuro en el infierno, rodillo en mano, tratando de pintar una pared que nunca terminará de secarse.