Juan había llegado hacía apenas unas semanas al pago, contratado para trabajar en una estancia en los confines del pueblo. Era un muchacho tranquilo, fuerte y trabajador, acostumbrándose poco a poco a la soledad y vastedad de aquellos campos interminables.
Una tarde, mientras estaba alambrando en los límites de la propiedad, sintió como si una voz suave lo llamara desde la distancia. Levantó la mirada, buscando en vano la fuente de aquel susurro en el aire. El sol comenzaba a ocultarse detrás de los montes, tejiendo sombras largas y misteriosas que parecían bailar entre los árboles dispersos por el paisaje.
Un escalofrío recorrió su espalda cuando el llamado se repitió, más persistente y definido esta vez, aunque seguía sin haber nada visible a la vista. La sensación de que algo o alguien lo observaba desde la periferia de su visión aumentaba, llenándolo de una intranquilidad que no podía sacudirse fácilmente.
El sol ya se ocultaba tras el monte cuando Juan se dio cuenta de un descuido. Había dejado mal sujeto el caballo y ahora el animal había desaparecido entre la inmensidad de aquel entorno. Aquel error le costaría caro; las dos leguas y media que lo separaban de su rancho tendría que recorrerlas de a pie, y el tiempo apremiaba.
Miró al horizonte, donde las sombras del monte se alzaban amenazantes. La opción más segura era bordearlo, pero eso le llevaría mucho más tiempo y la noche caería pronto. La otra opción era atravesarlo, arriesgándose a los peligros que acechaban en su interior. Con el corazón palpitante y los nervios a flor de piel, decidió que la rapidez era su mejor aliada. No conocía en detalle la zona y nunca antes había atravesado el monte solo, y los ruidos y animales que lo habitaban le eran desconocidos y temibles. Todo lo que desconocemos nos causa temor, pensó Juan, pero el miedo a la llegada de la noche era peor.
El monte era sombrío. Cada paso que daba parecía resonar en la quietud de aquella espesura. Las historias que había oído sobre pumas y serpientes, o el mismísimo YAGUARETÉ-ABÁ, volvían a su mente, pero las apartó con un gesto de la mano. No podía permitirse el lujo de dudar. Mientras avanzaba, el sonido de las hojas secas y las ramas rotas lo acompañaban, creando una sinfonía inquietante que aumentaba su aprehensión.
Después de caminar un rato que le pareció eterno, llegó a un claro. En medio de él, descubrió un rancho que a primera vista parecía abandonado, con las paredes de madera envejecida y el techo de paja parcialmente derrumbado. Sin embargo, al acercarse, notó que salía humo de la chimenea. Juan sintió un escalofrío recorrerle la espalda. ¿Quién podría vivir allí, en medio del monte, y por qué?
El claro en el monte se abría como un oasis verde en medio de la espesura. Un círculo natural de árboles altos y frondosos rodeaba el área, como si formaran una muralla verde que protegía el espacio interior. A lo largo del perímetro del claro, una empalizada improvisada se alzaba, construida con ramas entrelazadas y espinas naturales que actuaban como una barrera natural contra los depredadores del bosque.
Para ingresar al claro, Juan tuvo que atravesar un portón rudimentario hecho de ramas gruesas y retorcidas, entrelazadas de manera hábil para formar una abertura lo suficientemente grande como para que pasara un caballo, pero lo bastante estrecha como para mantener una cierta defensa contra intrusos no deseados. Las espinas que sobresalían aquí y allá advertían sutilmente sobre los riesgos de penetrar en ese lugar protegido por la naturaleza.
Con muchísima precaución, se fue acercando. Desconocía que allí viviera gente. A medida que se acercaba, su curiosidad aumentaba pero también lo hacía su miedo. No sabía si debía llamar a la puerta o seguir su camino, pero algo en su interior le decía que necesitaba ayuda, y quizás allí la encontraría.
Sus ojos se posaron primero en una vieja vaca lechera atada bajo un robusto lapacho de sombra fresca. La vaca masticaba tranquilamente el pasto cercano, ajena al tumulto de las aves buscando cobijo para dormir. Más allá, un gallinero viejo y medio derrumbado se erguía con algunas gallinas picoteando el suelo alrededor, buscando alimento entre la maleza crecida.
Detrás del gallinero, un pequeño corral de madera y ramas, albergaba a varios chivos que miraban a Juan con curiosidad mientras se amontonaban para dormir. El lugar tenía un aire de tranquilidad y rusticidad que contrastaba con la apariencia inicialmente desolada del rancho.
Desde donde estaba, vio una grotesca figura salir del rancho. Era una vieja de aspecto aterrador, vestida con un atuendo oscuro y una gran nariz aguileña coronada por una verruga prominente. Llevaba un fuentón con agua sucia que se disponía a tirar en el patio. La visión de la mujer hizo que el corazón de Juan latiera con fuerza. La mujer levantó la vista y sus miradas se encontraron. Los ojos de la anciana eran pequeños y brillaban con una extraña intensidad. Juan sintió cómo un frío recorría su cuerpo, inmovilizado por el miedo y la sorpresa.
La anciana observó a Juan con curiosidad, sus ojos pequeños y brillantes escudriñando al joven que se aventuraba cerca de su hogar solitario en medio del monte. Juan, paralizado por el miedo y la sorpresa, apenas podía moverse. Sin embargo, la vieja mujer rompió el silencio con una voz ronca y profunda.
- ¿Qué haces aquí, muchacho? - preguntó con tono severo, pero no exento de cierta curiosidad.
Juan tragó saliva, intentando encontrar las palabras adecuadas.
- Perdí mi caballo y necesito llegar a mi rancho antes de que caiga la noche- respondió con voz temblorosa.
La mujer lo observó un momento más, evaluando al joven con una mirada que parecía penetrar hasta lo más profundo de su ser. Luego, asintió lentamente.
- Pasa, entonces- dijo, haciéndole señas de que se acercara.
Juan dudó por un momento, pero la urgencia y el temor a la oscuridad que se cernía sobre el monte lo impulsaron a aceptar la invitación. Cruzó el umbral con cautela, encontrándose con un interior oscuro y ahumado, iluminado apenas por el resplandor de una vieja lámpara a kerosene. El rancho era modesto pero acogedor, con muebles rústicos y utensilios gastados por el uso.
La anciana cerró la puerta tras él y volvió a mirarlo con esa misma intensidad.
-Soy Petra- se presentó finalmente, su voz resonando en la pequeña habitación.
-Juan- respondió él, sintiéndose un poco más tranquilo al saber al menos el nombre de su anfitriona.
Petra asintió.
- ¿Cómo has llegado hasta acá, Juan? - preguntó, llevándolo a sentarse junto a la chimenea donde el fuego crepitaba débilmente.
Juan contó entonces sobre su caballo perdido, su apresurada travesía por el monte y el repentino hallazgo de aquel rancho en mitad de la nada. Petra escuchó en silencio, su expresión serena pero atenta. Cuando Juan terminó su relato, ella asintió una vez más.
- Es un lugar peligroso para andar solo de noche sin un buen payé- dijo con calma. - Los peligros de estos montes no son solo los pumas y las yararás, sino otros que los desconocidos como tú no comprenden.
Juan frunció el ceño, intrigado por las palabras de aquella vieja dama.
- ¿A qué se refiere? - preguntó con curiosidad, dejando de lado momentáneamente su miedo inicial.
La anciana sonrió, revelando una hilera de dientes desgastados.
- Este monte guarda secretos antiguos, Juan. Hay quienes dicen que, en noches como esta, cuando el sol se esconde tras el monte, y la luna se alza sobre los árboles, las criaturas que habitan estas tierras cobran vida.
Juan sintió un escalofrío recorrer su espalda nuevamente.
- ¿Criaturas? - preguntó con incredulidad, aunque una parte de él empezaba a creer en las palabras de aquella anciana.
Ella asintió solemnemente.
- Espíritus de antaño, guardianes de la naturaleza, seres que solo aquellos que han vivido aquí mucho tiempo pueden ver y entender.
El joven se estremeció, pero también se sentía fascinado por historias como esas.
La anciana lo observaba con atención mientras éste se acercaba al resplandor del fuego. Con una expresión serena pero perceptiva, le preguntó con voz suave:
- ¿Has comido algo? ¿Te gustaría algo de comida?
Juan, sintiéndose un poco avergonzado por su situación, respondió tímidamente:
-No he probado bocado desde esta mañana, pero no me gustaría molestarla.
Sin decir una palabra más, Petra se movió con la agilidad de alguien acostumbrado a los quehaceres de la vida rural. Se acercó al caldero que descansaba sobre el fuego crepitante y con manos expertas, sirvió una sopa espesa y aromática en un tazón de barro. El aroma de hierbas y carne cocida se elevó en el aire fresco del rancho, invitando al joven con su delicioso perfume.
- Espero que te guste y llene- dijo con amabilidad, ofreciéndole el tazón con una sonrisa tranquilizadora.
Este aceptó el gesto con gratitud y empezó a saborear la sopa caliente, sintiendo cómo el calor reconfortante llenaba su estómago vacío. Mientras comía, se permitió relajarse por primera vez desde que había llegado al misterioso claro en el monte, agradeciendo en silencio la hospitalidad de la anciana y la paz que había encontrado en aquel lugar apartado.
- ¿Y Ud. vive aquí sola? - preguntó, cambiando el tema para distraerse un poco de la tensión del momento.
Petra asintió, su mirada perdida en el fuego.
- Desde hace muchos años- dijo mientras se encogía de hombros.
Juan reflexionó sobre las palabras la mujer. Había encontrado refugio en un lugar misterioso, que nunca había imaginado, y ni sabía que existía.
La anciana, ante la proximidad de la noche y la falta de medios para ofrecerle a Juan un transporte seguro de regreso a su rancho, consideró que lo más sensato era que el joven se quedara allí hasta el amanecer.
-… la noche caerá pronto y es demasiado peligroso para vos cruzar estos montes en la oscuridad. No tengo ningún medio para llevarte de regreso, y sería imprudente que intentaras hacerlo ahora- explicó con tono serio pero comprensivo.
El joven asintió, comprendiendo la razón de aquella misteriosa anciana. Aunque sentía una leve inquietud por pasar la noche en un lugar desconocido y misterioso, sabía que no tenía otra opción razonable.
-Entiendo, Petra. Gracias por ofrecerme refugio esta noche. Espero no causarle mucha molestia- respondió con sinceridad.
Petra sonrió suavemente.
-No te preocupes. Estás seguro aquí. Pero antes de que caiga la noche por completo, permíteme mostrarte un lugar donde podrás descansar tranquilo.
La anciana condujo a Juan a una pequeña habitación al fondo del rancho, iluminada por una lámpara de kerosene que proyectaba sombras danzantes sobre las paredes de madera. Había una pequeña mesa cerca con un jarro de agua fresca, y una cama sencilla con mantas limpias que la anciana se habia encargado de acomodar mientras el joven cenaba.
- Es lo mejor que puedo ofrecerte- dijo mientras Juan se acomodaba tímidamente en la cama. - Intenta descansar. Mañana te voy a ayudar a buscar tu caballo.
Juan asintió con gratitud, sintiéndose más tranquilo ahora que estaba bajo techo y con alguien que, aunque misteriosa, le había ofrecido ayuda.
La noche había caído a pleno sobre aquel monte, y la oscuridad envolvía el rancho de la anciana. Juan, recostado en la cama de la pequeña habitación, se esforzaba por conciliar el sueño. Los sonidos de la noche eran diferentes a todo lo que había escuchado antes: el crujido de las ramas, el ulular de las aves nocturnas y un murmullo constante que parecía venir de todas partes.
De repente, un sonido más fuerte lo despertó. Juan abrió los ojos y se sentó en la cama, con el corazón acelerado. Parecía que algo se movía fuera del rancho. Con cautela, se levantó y se acercó a la ventana. Lo que vio le heló la sangre.
A través de la tenue luz de la luna, pudo distinguir figuras moviéndose entre los árboles. No eran animales comunes. Las sombras eran etéreas, casi transparentes, y se movían con una gracia inquietante. Juan recordó las palabras de Petra sobre los espíritus guardianes del monte y sintió un escalofrío recorrer su espalda.
La puerta de la habitación se abrió suavemente, y Petra entró en silencio, sosteniendo la lámpara de kerosene. Al ver la expresión de Juan, se acercó y miró por la ventana.
-¿Los ves? - susurró, sus ojos brillando en la penumbra.
Juan asintió, incapaz de apartar la vista de las figuras danzantes.
-Son los guardianes del monte, hijos todos de Ñamandureté - explicó Petra en voz baja. - Aparecen en noches como esta para proteger la naturaleza. No debes temerles, pero tampoco debes interferir con ellos. Juan miró a la anciana, buscando en sus ojos alguna señal de broma, pero solo encontró seriedad y sabiduría. Mientras hablaba, los sonidos del exterior parecían intensificarse. Juan cerró los ojos, tratando de concentrarse en las palabras de Petra en lugar de en los susurros y murmullos que llegaban desde el monte.
Juan respiró hondo, intentando calmarse mientras observaba a los espíritus danzar entre los árboles. Las palabras de Petra resonaban en su mente, recordándole que aquellos seres no eran enemigos, sino guardianes de la naturaleza. Sin embargo, la sensación de lo desconocido seguía envolviéndolo como una neblina densa.
Petra colocó la lámpara en la mesa cerca de la cama y se sentó frente a Juan, sus ojos aún fijos en las sombras danzantes afuera.
- Los espíritus solo aparecen cuando la conexión entre la tierra y el cielo es más fuerte -susurró Petra, como si hablara consigo misma-. Es un momento de equilibrio, un tiempo en el que deben ser respetados y observados.
Juan asintió lentamente, absorbido por la extraña belleza y solemnidad del momento. A pesar de la inicialidad del encuentro con Petra y su aprehensión por el entorno, comenzaba a sentir una especie de reverencia por lo que presenciaba.
- ¿Qué hacen aquí? -preguntó con voz apenas audible, como si temiera romper el hechizo de la noche.
Petra cerró los ojos por un momento antes de responder.
- Protegen este lugar -dijo con solemnidad-. Cuidan de los árboles, de las aguas y de los animales que viven en el monte. Son los guardianes ancestrales de esta tierra, un recordatorio de que la naturaleza tiene su propia voz y su propia vida.
El murmullo exterior parecía transformarse en un eco distante mientras Juan absorbía las palabras de Petra. Por un momento, se sintió como si estuviera en un tiempo y un lugar que trascendían su comprensión habitual del mundo.
- No tengas miedo -continuó Petra, su voz suave y reconfortante-. Ellos no te harán daño mientras respetes su presencia y su propósito. Pero tampoco debes interferir con ellos, ni intentar llamar su atención.
Juan asintió nuevamente, sintiendo cómo la tensión en sus hombros se disipaba lentamente. El miedo inicial había dado paso a una curiosidad mezclada con asombro. Observó cómo los espíritus parecían desvanecerse gradualmente entre los árboles, como si el tiempo mismo los absorbiera de nuevo en el tejido del monte.
- Es hora de volver a dormir -dijo Petra con calma, levantándose y ajustando la lámpara.
Juan se recostó nuevamente en la cama, sus pensamientos llenos de las imágenes y los sonidos que había presenciado. La presencia de Petra y su conocimiento calmante le dieron una sensación de seguridad que no había sentido desde que había perdido su caballo al principio del día.
- Gracias, Petra -murmuró mientras cerraba los ojos, dejándose llevar por el sueño que finalmente lo envolvió. La noche comenzó a transcurrir lentamente, y a pesar de los extraños sonidos que resonaban ocasionalmente desde fuera, Juan finalmente cayó en un sueño reparador.
La noche transcurrió sin más incidentes, y cuando los primeros rayos del sol comenzaron a filtrarse tímidamente a través de las ventanas del rancho, Juan despertó sintiéndose renovado. Se levantó de la cama y salió al patio, donde el aire fresco de la mañana tenía un aroma revitalizante.
Petra estaba preparando algo en la cocina improvisada cuando Juan se acercó, sintiéndose en deuda con ella por su hospitalidad.
- Buenos días, Juan -saludó Petra con una sonrisa cálida.
- Buenos días, Petra -respondió Juan, devolviéndole la sonrisa-. Gracias por haberme hospedado anoche. No olvidaré tu amabilidad.
Petra asintió con gratitud.
- No hay de qué, joven. Es lo que debía hacer. Ahora, vamos a buscar a tu caballo.
Con esa promesa, los dos se adentraron nuevamente en el monte, pero esta vez acompañados por la luz del día y con un sentido renovado de conexión con la tierra que los rodeaba. Mientras caminaban juntos, Juan reflexionaba sobre la experiencia de la noche anterior, sintiendo un profundo respeto por las fuerzas que habitaban en aquel lugar apartado.
Al final de la mañana encontraron al caballo de Juan no muy lejos del claro donde vivía la anciana. El animal parecía tranquilo, como si hubiera encontrado refugio en la serenidad del monte durante la noche.
- Gracias de nuevo, Petra -dijo Juan mientras acariciaba la cabeza del caballo, sintiéndose agradecido y en paz.
Juan se despidió con gratitud de Petra mientras ella se volvía hacia el monte, desapareciendo entre la espesura con la misma elegancia con la que había aparecido en su vida. Observó cómo sus pasos se fundían con la naturaleza, como si perteneciera a ese lugar misterioso tanto como los árboles y las criaturas que lo habitaban.
Con el corazón lleno de nuevas experiencias y una comprensión renovada del mundo que lo rodeaba, Juan emprendió el camino de regreso hacia su rancho. El sol comenzaba a descender en el horizonte cuando finalmente llegó al pueblo. Entró en el boliche, donde la gente se reunía para compartir historias y noticias del día.
Entre risas y murmullos, Juan contó todo lo que había vivido en el claro del monte y en el rancho de Petra. Sin embargo, la incredulidad se reflejó en los rostros de los presentes. Nadie parecía dispuesto a aceptar las extrañas experiencias de Juan como algo más que un cuento fantástico. Ninguno había tan solo escuchado hablar de ninguna anciana viviendo en el monte impenetrable aquel…
-bah – esgrimió un parroquiano asiduo- te insolaste muchacho… no hay otra.
Al final de la tarde, ya oscureciendo, Juan se retiró a su hogar con un sentimiento de melancolía. Sabía que nadie le creía realmente, pero eso no importaba. Recordó las palabras de Petra sobre los guardianes del monte, los espíritus antiguos y el papel que desempeñaban en proteger la tierra que amaban.
Han pasado tantos años de aquello, que el viejo Juan ya no recuerda ciertamente cuantos fueron.... Mientras observaba el atardecer desde su ventana, Juan sintió una paz que no había experimentado en mucho tiempo. Recordó entonces cómo había decidido hace años dejar atrás la vida en el pueblo para vivir en soledad en aquel monte. Hacían tantas lunas de aquello, que ya había perdido la cuenta. De cuando allá en su juventud, había sido atraído por una fuerza inexplicable hacia ese remoto lugar, donde encontró un propósito que aún no comprendía por completo.
Petra, la misteriosa mujer del rancho, siempre había sido para él más que una simple anciana. Fue una jefa espiritual, una sacerdotisa de los guardianes del monte, guiando a aquellos que buscaban comprender y proteger la naturaleza sagrada que los rodeaba.
En el silencio de su pequeño rancho, Juan se dejó llevar por los recuerdos que se entrelazaban como hilos enredados a lo largo de los años. Recordó cómo había llegado por primera vez a aquellos montes, movido por una llamada ancestral que ahora entendía con claridad: él había sido uno de los primeros guardianes, un protector de la tierra y sus secretos desde tiempos inmemoriales. A través de los siglos, había vivido innumerables vidas, cada una tejida con la misma devoción por el monte y sus habitantes invisibles.
Al abrir los ojos, la certeza llenó su corazón. Ya no había dudas ni vacilaciones. Juan, el joven que había llegado a aquel lugar con miedo y desconocimiento, ahora era uno con los espíritus del monte. Era él quien había encontrado y guiado a aquellos que buscaban el refugio y la sabiduría de la naturaleza. Desde lo más profundo de su ser, comprendió que su destino era ser el guardián de aquellos montes por toda la eternidad.
Con una sonrisa serena y la paz que solo el entendimiento completo puede brindar, Juan cerró los ojos una vez más. Aunque los detalles específicos se desvanecían en la neblina del tiempo, la esencia de su existencia se había vuelto clara y eterna. Él era Juan, el guardián de los montes, el protector de los secretos antiguos que permanecían ocultos a los ojos del mundo moderno.
Y así, en la quietud de su morada entre los árboles centenarios, Juan se entregó al sueño tranquilo, sabiendo que cada amanecer le traería nuevas historias por descubrir y nuevos guardianes por guiar en el camino de la sabiduría y el respeto hacia la naturaleza....