lunes, 4 de junio de 2012

El Guardián del Uritorco...

El anochecer en el Uritorco tenía una magia que no se comparaba con las fotos que había visto. Yo, un simple turista de Santa Fe con ganas de aventura, me había confiado demasiado en mi sentido de la orientación. Ahora, el sol se escondía tras los picos, tiñendo el cielo de naranjas y morados que pronto darían paso a un negro profundo. El aire se volvía cortante, y un escalofrío me recorrió la espalda: Definitivamente… estaba irremediablemente perdido. La preocupación comenzó a picotear, insistente, en mi estómago, cada latido resonando con el miedo a la noche. Cada roca, cada sendero se veía idéntico bajo la luz menguante, y mis pasos se hacían más lentos, más inciertos.

La primera estrella titiló, diminuta, cuando divisé una figura solitaria entre las sombras alargadas de las rocas. Un anciano, encorvado, pero con una mirada sorprendentemente viva, se apoyaba en un bastón rústico que parecía una extensión de la misma montaña, pulido por el tiempo y el viento. Me acerqué con cautela, la voz algo temblorosa al explicarle mi torpeza. Su rostro arrugado se iluminó con una sonrisa amable que disipó un poco mi ansiedad, como un bálsamo en la soledad del anochecer.

-No tenga miedo joven- dijo con una voz suave pero firme, como el murmullo del viento entre las piedras. - La montaña a veces juega a las escondidas. Venga, prendamos un fuego para espantar la noche.

Con una sorprendente agilidad para su edad, el anciano recolectó ramas secas, moviéndose como si conociera cada centímetro del terreno. En poco tiempo, una fogata crepitaba, lanzando danzarinas sombras a nuestro alrededor. El aroma a leña quemada se mezcló con el fresco perfume del monte, un olor a tierra húmeda y hierbas salvajes. Me enseñó a apilar piedras con maña para crear un rudimentario refugio contra el viento helado que comenzaba a descender, un viento que antes me había parecido hostil y ahora, junto al fuego, se sentía solo una brisa. Luego, con una sabiduría ancestral que me asombró, desenterró unas raíces de la tierra con sus propias manos, explicando sus propiedades nutritivas y cómo prepararlas para comer. El agua fresca la obtuvo de un pequeño manantial escondido entre las rocas, el sonido del chorro era música para mis oídos sedientos. Su conexión con la montaña era palpable, casi mágica, como si él mismo fuera parte de ella.

Mientras cenábamos esas humildes raíces, bajo un manto de estrellas que parecían increíblemente cercanas y vibrantes, el anciano comenzó a hablar. Su relato me transportó a tierras lejanas y tiempos olvidados. Me contó la historia de un maestro de Bolívar, un tal Orfelio Ulises, que viajó al Tíbet en busca de sabiduría y regresó a estas mismas montañas para encontrar un antiguo símbolo de poder: el Bastón de Mando de los comechingones. Describió sus viajes, su encuentro con el bastón y cómo este debía ser entregado a un nuevo portador. Sus palabras llenaron el aire nocturno, pintando imágenes vívidas en mi mente, casi podía ver a Orfelio en esas remotas tierras.

La historia me fascinó. Al terminar, no pude evitar la pregunta que me quemaba la lengua:

- ¿Usted... usted lo conoció? ¿Es ese... su bastón?

El anciano solo sonrió, una arruga profunda marcándosele alrededor de los ojos. Su mirada brillaba con un brillo enigmático a la luz parpadeante del fuego, un brillo que parecía contener siglos de secretos.

-Duerma, joven- me dijo con dulzura, como si leyera mi mente y mi impaciencia. -La noche es larga y mañana tendrá que encontrar su camino. Yo velaré por vos.

En algún momento de la noche, cuando el sueño había comenzado a vencerme, vi luces danzando en lo alto del cerro, más allá de las estrellas. No eran aviones ni linternas, sino destellos etéreos, con movimientos que desafiaban cualquier explicación terrenal, moviéndose en patrones imposibles, casi danzas celestiales. Antes de terminar de dormirme del todo, no pude evitar preguntarle al anciano sobre ellas. Su respuesta fue breve y enigmática, dicha con una seriedad que no admitía réplica ni más preguntas:

-Son los elementales-   había dicho, sin ofrecer más detalles, dejando flotando un aura de misterio en el aire que me rodeaba.

Antes de poder insistir, mis párpados comenzaron a pesar. El cansancio de la caminata y la extraña paz que emanaba del anciano me invitaron al descanso. Me acurruqué en mi refugio improvisado, sintiendo la calidez del fuego cerca y el aroma de la tierra.

Cuando desperté, el sol ya alto iluminaba el paisaje con una luz dorada y prometedora. El fuego se había reducido a un lecho de brasas grises, y el anciano... ya no estaba. Se había esfumado sin dejar rastro, como si nunca hubiera estado allí, salvo por la evidencia del fuego y el refugio. En su lugar, encontré unas pequeñas piedras apiladas que señalaban claramente un sendero que no había notado la noche anterior. Era la dirección exacta que él me había indicado vagamente antes de que me durmiera.

Seguí las indicaciones, con una sensación de irrealidad todavía revoloteando en mi cabeza. El camino era claro y, en poco tiempo, para mi sorpresa, reconocí algunos puntos de referencia. Había reencontrado el sendero principal, como si una mano invisible, o quizás una sabiduría ancestral, me hubiera guiado.

Mientras descendía del Uritorco, la historia del Bastón de Mando (shimihuinqui) resonaba en mi mente. La figura del anciano, su sabiduría, su sonrisa misteriosa y aquellas luces danzantes se habían grabado en mi memoria como un sueño vívido que había cobrado vida. ¿Había conocido realmente a alguien especial en la montaña? ¿Acaso la leyenda de Orfelio Ulises seguía viva en ese rincón mágico de Córdoba, manifestándose ante mis ojos? Nunca lo sabría con certeza, pero esa noche perdida en el Uritorco se había convertido en una experiencia que trascendía lo puramente turístico, un velo que se había levantado por un momento, dejándome una pregunta eterna flotando en el viento de las sierras, una pregunta que me acompañaría mucho después de dejar atrás la montaña.