En el corazón del monte, donde la brisa traía el aroma del quebracho y el canto de los grillos era el único arrullo nocturno, vivía Doña Eulalia. Era una mujer de manos curtidas y mirada serena, marcada por los años de sacrificio. Había enviudado joven y desde entonces su vida giró en torno a una sola persona: su hijo, Julián.