jueves, 6 de febrero de 2014

El Último Refugio

 En el corazón del monte, donde la brisa traía el aroma del quebracho y el canto de los grillos era el único arrullo nocturno, vivía Doña Eulalia. Era una mujer de manos curtidas y mirada serena, marcada por los años de sacrificio. Había enviudado joven y desde entonces su vida giró en torno a una sola persona: su hijo, Julián.

Julián nunca entendió el amor de su madre como debía. Desde niño renegaba del monte, de la pobreza, de la vida sencilla. "Apenas pueda, me voy de este lugar", le decía con un desprecio que a Eulalia le oprimía el pecho. Pero ella, con su amor inquebrantable, hizo hasta lo imposible por darle lo mejor. Trabajó de sol a sol, lavó ropa ajena hasta que sus manos se resquebrajaron, vendió huevos, cosechó y cargó canastos enteros hasta el pueblo para vender lo poco que le daba la tierra.

Gracias a su esfuerzo, Julián terminó la secundaria en el pueblo y, sin voltear la vista atrás, partió a la ciudad para estudiar. No volvió. Pasaron los meses, luego los años. Al principio, una que otra carta, después solo silencio. La ausencia se convirtió en un dolor con el que Eulalia aprendió a vivir.

El país se volvió un torbellino de sombras. Se hablaba de persecuciones, de desaparecidos. La gente del pueblo susurraba con miedo. Y entonces, una noche, cuando la luna apenas iluminaba el rancho, escuchó un golpe en la puerta. Al abrir, lo vio.

Era Julián, pero ya no era el mismo. Su rostro estaba demacrado, sus ojos hundidos en una mezcla de miedo y urgencia. Lo acompañaban otros muchachos, flacos, harapientos, con la desesperación pintada en la cara.

—Madre… tenemos que quedarnos aquí. Nos están buscando.

Eulalia no preguntó nada. No necesitaba respuestas. Solo vio a su hijo, vio su rostro de niño perdido detrás de la barba descuidada, y asintió. Preparó un caldo con lo poco que tenía y les dio abrigo. Durante dos días los ocultó, temiendo cada sonido del monte, cada sombra que se alargaba en la noche.

Y entonces, al tercer día, llegaron.

Hombres de uniforme, armados hasta los dientes, irrumpieron en el rancho sin mediar palabras. Julián y sus amigos fueron arrastrados fuera como si fueran animales. Eulalia gritó, se aferró a su hijo, pero un golpe seco la arrojó al suelo.

—¡Mamá! —alcanzó a decir Julián antes de que una culata de fusil lo hiciera callar.

Los subieron a un camión y desaparecieron en la espesura de la noche.

Eulalia quedó en el suelo, con el alma rota. Había perdido a su hijo dos veces: la primera, cuando él decidió irse; la segunda, cuando se lo llevaron para siempre.

En aquella última noche antes de que se lo llevaran, cuando el miedo lo ahogaba y la certeza del fin se le clavaba en el pecho, Julián había hecho lo que todo hijo hace, aun sin saberlo: buscó el refugio de su madre. Volvió al único lugar donde el amor nunca le fue negado, donde, a pesar de sus desdenes y su ingratitud, siempre habría una mesa servida y unas manos dispuestas a ofrecer abrigo. Porque al final, cuando la vida nos arrastra al abismo, cuando el mundo nos da la espalda, es en los brazos de una madre donde buscamos el último consuelo, aunque ya sea demasiado tarde.

Desde aquel día, nunca más volvió a mencionarlo. Nunca más pronunció su nombre. Se la veía en el pueblo, vendiendo sus verduras, caminando despacio, con la mirada perdida. Como un alma sin dueño, esperando en vano un regreso que nunca sucedería.

Y así, una mañana, con el sol abriéndose paso entre los árboles del monte, la encontraron sentada en la puerta de su rancho, con la mirada fija en el horizonte. Había partido en silencio, con la única certeza de que su hijo nunca volvería.