La muerte, esa certeza que compartimos como seres vivos, no es solo un final biológico, sino una ruptura emocional. El humorista mexicano, Franco Escamilla, desde su humor mordaz y reflexivo, plantea que el dolor que sentimos ante la partida de alguien no proviene tanto de la muerte misma, sino de nuestra imposibilidad de volver a compartir su presencia. Su afirmación desnuda una verdad incómoda: nuestro dolor es profundamente egoísta.
Extrañamos porque queremos. Queremos porque amamos. Y amar, en toda su grandeza, tiene un lado oscuro: el apego. No lloramos únicamente por la muerte como concepto; lloramos porque la ausencia trastoca nuestras vidas, porque lo que esa persona era para nosotros se extingue. En última instancia, lo que duele es nuestra pérdida, no la de la persona que se ha marchado.
Cuando alguien muere, el vacío que deja no se mide en términos de su existencia, sino en términos de su función en la nuestra. Extrañamos sus abrazos, sus risas, sus palabras. Extrañamos la manera en que nos hacían sentir, lo que significaban en nuestro mundo. Ese vacío es un recordatorio brutal de nuestra fragilidad emocional, de cuánto dependemos de los demás para encontrar significado en nuestra propia existencia.
En este sentido, la muerte no solo es una experiencia de separación, sino también de confrontación. Nos enfrentamos a nuestra incapacidad de dejar ir sin ataduras, a nuestra necesidad insaciable de retener, de mantener cerca lo que amamos. La muerte, más que un final, es un espejo que nos devuelve nuestra dependencia emocional y nuestra resistencia al cambio.
¿Es entonces el egoísmo algo malo? Si aceptamos que nuestro dolor ante la muerte es egoísta, surge una pregunta crucial: ¿es este egoísmo condenable? Quizás no. Quizás el egoísmo en el duelo es, en esencia, humano. Amamos y nos aferramos porque vivimos en comunidad, porque somos seres que encuentran sentido a través de los demás. El apego es el precio que pagamos por la conexión. Y aunque esa conexión nos haga vulnerables al dolor, también es lo que da color y profundidad a nuestras vidas.
La paradoja del amor es que cuanto más amamos, más duele la pérdida. Pero ese dolor no es un defecto, sino una consecuencia inevitable de vivir intensamente. No hay amor sin apego, y no hay apego sin el miedo -y la tristeza- que la muerte trae consigo.
Para superar el dolor de la muerte, no se trata de eliminar el egoísmo, sino de entenderlo y abrazarlo. Reconocer que extrañamos porque amamos, y que amamos porque somos humanos. La muerte no es solo el fin de una vida, sino una invitación a recordar, a honrar, y a seguir adelante llevando con nosotros los fragmentos de quienes nos dejaron.
Así, la ausencia se transforma en una presencia silenciosa, un eco constante que, aunque doloroso, también nos acompaña. Y en ese eco, encontramos no solo el vacío, sino también la belleza de haber compartido una parte de nuestra existencia con alguien que dejó una huella en nosotros.
La muerte es inevitable, pero el duelo es una elección que tomamos al amar. Tal vez Franco Escamilla, con su humor crudo y directo, tiene razón: lloramos porque queremos, porque extrañamos, porque no volveremos a ver a quienes llenaron nuestro mundo de sentido. Pero lejos de ser una debilidad, este egoísmo es lo que nos hace humanos. Amar y extrañar son dos caras de la misma moneda. Y en ese acto egoísta de duelo, encontramos el mayor tributo que podemos ofrecer a quienes han partido: la prueba de que su existencia, aunque breve, cambió la nuestra para siempre.