El sol caía despacio sobre el horizonte, tiñendo de naranja y violeta los campos de maíz. La brisa templada movía las hojas de los árboles con un murmullo constante. Estábamos sentados sobre un tronco caído, al borde del campo, contemplando las últimas luces del día. Yo pateaba la tierra seca con la punta de la bota, distraído en mis propios pensamientos, mientras el viejo descansaba con los brazos cruzados, la mirada perdida en el horizonte.
—Abuelo, se viene la noche —dije, como quien no quiere decir nada, pero tampoco quiere quedarse callado.