Ramón Jiménez (El Moncho, o simplemente el CAMBÁ) siempre había sido un hombre que vivía en sintonía con el viento, con el ciclo del sol y de las estaciones. Nació y creció en la vasta soledad de las tierras correntinas, entre los campos verdes que rodeaban Colonia Carlos Pellegrini y la Estancia San Solano, justo al borde del Parque Nacional Iberá, donde los ríos se retorcían como serpientes bajo el cielo azul y las aves cantaban a la hora del alba. A pesar de la dureza del trabajo en el campo, Ramón había aprendido a amar la tierra con una devoción que pocos podrían entender. Sus manos, callosas y curtidas por los años, habían sembrado, cosechado y cuidado ese pedazo de tierra que le daba sustento y le ofrecía el consuelo de una vida tranquila.