lunes, 28 de abril de 2025

El Cambá Ramon...

 

Ramón Jiménez (El Moncho, o simplemente el CAMBÁ) siempre había sido un hombre que vivía en sintonía con el viento, con el ciclo del sol y de las estaciones. Nació y creció en la vasta soledad de las tierras correntinas, entre los campos verdes que rodeaban Colonia Carlos Pellegrini y la Estancia San Solano, justo al borde del Parque Nacional Iberá, donde los ríos se retorcían como serpientes bajo el cielo azul y las aves cantaban a la hora del alba. A pesar de la dureza del trabajo en el campo, Ramón había aprendido a amar la tierra con una devoción que pocos podrían entender. Sus manos, callosas y curtidas por los años, habían sembrado, cosechado y cuidado ese pedazo de tierra que le daba sustento y le ofrecía el consuelo de una vida tranquila.

Era un hombre que no necesitaba palabras para sentirse en paz. El canto de las aves al amanecer, el murmullo del viento entre los árboles, el crujir de la tierra bajo sus botas eran todo lo que necesitaba para sentirse pleno. La vida era dura, sí, pero tenía una calma profunda, un ritmo que Ramón había aprendido a seguir. Sus días transcurrían entre la siembra y la cosecha, y por las noches, bajo un cielo tan estrellado que parecía contar historias, se sentaba frente a su pequeña casa de adobe a tomar mate, saboreando la quietud que solo el campo podía ofrecer.

Sin embargo, el paso del tiempo no perdonó. Las tierras que Ramón había conocido y amado empezaron a cambiar. Los campos que antes se veían interminables ahora se cerraban con alambrados, y las tierras que solían ser de pequeños productores se vendieron a grandes empresas. El campo ya no era lo que había sido, y el hombre de la tierra, que había vivido allí durante toda su vida, comenzó a sentir que algo se desvanecía irremediablemente. Aunque su cuerpo seguía trabajando, su alma comenzaba a sentir el vacío de esa transformación.

Fue entonces cuando su hijo menor, Facundo, le insistió una y otra vez para que dejara todo atrás y se mudara a Buenos Aires. Ramón, renuente a abandonar sus raíces, había rechazado la propuesta durante años. "La ciudad no es para mí", repetía, como si fuera una verdad incuestionable. El campo era su casa, su mundo. Pero la insistencia de Facundo, el cariño con que le hablaba de nuevas oportunidades y una vida más tranquila en la ciudad, terminó por doblegarlo. "Te quiero aquí, papá, no quiero que sigas solo", le decía su hijo, y esas palabras calaban hondo en el corazón de Ramón, que aunque no quería reconocerlo, comenzaba a temer la soledad.

Así fue como Ramón Jiménez, con el alma llena de incertidumbre y la piel cargada de años, dejó su tierra, su hogar, esa paz que solo el campo sabe ofrecer. Subió al tren con Facundo, rumbo a Buenos Aires, con la esperanza de que el cariño de su hijo podría aliviar la tristeza de la separación de la tierra que le había dado todo.

Al principio, cuando llegó a la ciudad, Ramón intentó no mostrarse derrotado. Se alojó en el pequeño departamento de su hijo en una villa de la periferia, y aunque las paredes de ladrillo de ese lugar no lo acogían como la calidez de su hogar en el campo, trató de adaptarse. La vida urbana le ofrecía oportunidades que, aunque no comprendía, le hicieron sentir que tal vez la mudanza no había sido en vano. Pero pronto, esa esperanza se desvaneció como la bruma al amanecer.

La villa era un lugar de contrastes brutales. La pobreza, la violencia, la droga y la prostitución estaban presentes a cada paso. Ramón, con su mirada vieja, sabedora de las luchas del campo, comenzó a ver rostros marcados por la desesperanza, por el olvido. Ni la sonrisa de un niño en la vereda ni el saludo amable de algún vecino lograban mitigar la sensación de desgarro que sentía cada vez que salía a caminar por esas calles que no conocía. La ciudad no tenía el susurro suave del viento entre los árboles, ni el canto lejano de una cigarra anunciando la noche. Aquí, todo era ruido, y ese ruido se sentía como una llaga abierta en el alma de Ramón.

A veces, en medio del bullicio, se encontraba mirando el cielo, esperando ver las mismas estrellas que veía desde su campo. Pero la ciudad lo había tragado, y el cielo de Buenos Aires estaba cubierto por nubes grises, por humo y por el reflejo de las luces artificiales. Ramón cerraba los ojos y, por un momento, se imaginaba de vuelta en su casa de adobe, en la tranquilidad de la mañana en que el rocío aún cubría la tierra, cuando el único ruido era el de sus propios pasos al caminar hacia el campo. Pero esa paz era ya un recuerdo lejano, y cada vez le costaba más alcanzarlo.

Facundo, que le hablaba con esperanza sobre las oportunidades que la ciudad ofrecía, no podía ver la tristeza profunda en los ojos de su padre. "Esto es lo mejor para vos, papá", le decía, pero Ramón ya no podía creerlo. Su corazón seguía en el campo, junto al murmullo del agua en los riachos, en la quietud de la tarde, en la simpleza de una vida que ya no existía.

Esa nostalgia le pesaba como una losa sobre el pecho. En sus momentos más oscuros, Ramón deseaba regresar, aunque sabía que era imposible. El campo ya no era el mismo. Y él tampoco. Todo lo que quedaba era un recuerdo dorado, difuso, que se desvanecía con cada día que pasaba. La ciudad no le ofrecía la calma que él había tenido, ni el sentido profundo de pertenencia. Aquí, en medio de las sombras y el bullicio, Ramón solo encontraba más preguntas, más vacíos, más anhelos de algo que ya no podía recuperar.

En sus días más solitarios, miraba por la ventana del departamento, perdiéndose en la multitud que pasaba sin detenerse. Su cuerpo estaba en Buenos Aires, pero su alma seguía entre los pastos y las aguas  de Iberá, donde el viento le hablaba en susurros de antiguas promesas que ya no podían cumplirse. La ciudad lo había acogido, pero el campo, ese rincón sagrado de su corazón, siempre sería su verdadero hogar.