Recuerdo aquel día como si hubiera sido ayer, aunque la lógica me grita que es imposible. Tenía ocho años y estaba construyendo una fortaleza de palos en el fondo de mi casa en Villa Laura, entre unas mandarinas y una planta de toronjas. Era una tarde de esas de verano, el sol pegando fuerte sobre los campos y el sonido lejano de alguna chicharra. De repente, una sombra grande me cubrió. Levanté la vista y vi a un hombre. No era mi papá, ni mi abuelo, ni mi tío. Era... yo. O al menos, un yo mucho más viejo, con canas en las sienes y en las barbas, algunas arrugas alrededor de unos ojos que eran inconfundiblemente los míos, pero cansados.