lunes, 7 de julio de 2025

Eco de una Visita Inesperada

 

Recuerdo aquel día como si hubiera sido ayer, aunque la lógica me grita que es imposible. Tenía ocho años y estaba construyendo una fortaleza de palos en el fondo de mi casa en Villa Laura, entre unas mandarinas y una planta de toronjas. Era una tarde de esas de verano, el sol pegando fuerte sobre los campos y el sonido lejano de alguna chicharra. De repente, una sombra grande me cubrió. Levanté la vista y vi a un hombre. No era mi papá, ni mi abuelo, ni mi tío. Era... yo. O al menos, un yo mucho más viejo, con canas en las sienes y en las barbas, algunas arrugas alrededor de unos ojos que eran inconfundiblemente los míos, pero cansados.

Se agachó con una lentitud que me pareció extraña, como si cada movimiento le pesara. 

-Hola, Edgardo, -dijo con una voz grave que me sonó familiar, pero distorsionada por el tiempo.-Soy vos. Del futuro.

Me quedé helado. No entendí bien, pero algo en su mirada, en la forma en que se acomodaba el pelo como yo lo hago ahora, me hizo creerle. Me habló de cosas que solo yo sabía, apodos que me ponía mi abuela, el nombre de mi perro de ese entonces, hasta me mencionó el sueño recurrente que tenía de volar. Me dio un consejo, uno muy simple, sobre algo que debía cuidar. No voy a decirte qué fue, porque es demasiado personal, pero me lo grabé a fuego. Me sonrió con una melancolía que aún hoy me persigue, se puso de pie con un suspiro y, tan rápido como llegó, se fue, dejando solo el olor a colonia inglesa (como la que uso hoy día), y la sensación de un encuentro que desafiaba todo lo que conocía.

Ese recuerdo me acompañó toda la vida. No era un sueño, no era una fantasía. Era vívido, real, una cicatriz en mi memoria. A medida que fui creciendo, y las canas empezaron a aparecer en mis sienes, y las arrugas se formaban alrededor de mis ojos, el peso de aquel encuentro se hizo más grande. Me miraba al espejo y veía al hombre que me había visitado. Era yo. Sin dudas. La voz, los gestos, la mirada. Todo encajaba. El consejo que me dio, por cierto, lo seguí a rajatabla y me salvó de varios problemas a lo largo de los años.

Pasaron las décadas. La idea del viaje en el tiempo dejó de ser ciencia ficción para volverse una obsesión. Me metí en la física, la cosmología, leí todo lo que pude sobre agujeros de gusano, curvatura espacio-tiempo, la paradoja del abuelo y todas esas locuras. Sabía que, si mi yo futuro me había visitado, significaba que el viaje en el tiempo era posible. Y si era posible, yo tenía que ser el que cerrara el bucle. Tenía que ser el "señor del futuro".

Finalmente, el momento llegó. Después de años de investigación (o de volverse loco, según como lo veas), y con una tecnología que parecía sacada de una película, todo estaba listo. El plan era perfecto. Calcular el lugar, el día, la hora exacta en que me encontré con mi yo de ocho años en el patio de mi casa. La máquina estaba cargada, zumbando con una energía que se sentía eléctrica en el aire, prometiendo llevarme a ese punto exacto en el pasado.

Estaba a punto de presionar el botón final. Sentí una descarga de adrenalina, una mezcla de terror y emoción. Estaba por cumplir mi destino, por cerrar el círculo que me había marcado desde niño. Pero justo en ese instante, un pensamiento me golpeó como un rayo.

¿Y si no voy?

La idea fue tan simple como devastadora. Si yo, ahora, con mis canas y mis arrugas, con toda la capacidad para viajar al pasado y ser ese "señor", simplemente no lo hacía... ¿qué pasaría? Mi recuerdo, ese recuerdo tan vívido y fundamental en mi vida, ¿sería una mentira? ¿Se desvanecería? ¿O crearía una realidad donde ese encuentro nunca existió, dejando a mi yo de ocho años sin el consejo que lo guio, sin la experiencia que lo obsesionó?

Me quedé paralizado, la mano a centímetros del control. El sudor frío me recorrió la espalda. Si no iba, no solo estaría negando mi propio pasado, sino que estaría rompiendo la lógica del universo tal como la conocía. Mi recuerdo de ese hombre... ¿sería el recuerdo de un fantasma? ¿De una posibilidad que no se concretó? ¿Me borraría a mí mismo de alguna extraña manera?

La máquina seguía zumbando. La presión era insoportable. Y entonces, de alguna parte, vino la duda. La terrible, corrosiva duda. ¿Y si mi vida, tal como la viví, con todos sus aciertos y errores, estaba tan atada a ese evento que no iría, de alguna manera, a deshacerla? Me vi a mí mismo, al niño de ocho años, jugando en aquel espacio, y de repente, sin nadie que apareciera. Solo el silencio. La ausencia de ese momento.

Me eché hacia atrás, respirando con dificultad. No pude. No pude apretar el botón. La idea de que mi recuerdo fuera una falacia, de que mi pasado se reescribiera y yo lo viviera sin ese encuentro que me forjó, fue demasiado abrumadora. La máquina se apagó lentamente, con un suspiro final.

Desde ese día, el recuerdo sigue ahí, vívido, intacto. El encuentro en aquel patio. El señor con mis ojos. El consejo. Pero ahora, cada vez que lo evoco, viene acompañado de una punzada de angustia y una pregunta sin respuesta: ¿Fui yo, o la posibilidad de haber sido yo, lo que mi yo de ocho años realmente vio? La paradoja me consume, una herida abierta en la lógica de mi existencia. Vivo con la certeza de que me encontré a mí mismo en el pasado, y la incertidumbre de si alguna vez seré el que cierre ese círculo o si, al no hacerlo, creé una nueva realidad donde yo, el "señor del futuro", nunca existió. Y si es así, ¿quién era el que me visitó aquel día?