Desde chico me di cuenta de que el mundo estaba dividido en dos tipos de personas: con los que sus madres dejaban salir sin problema y los que, como yo, generaban un escándalo en casa ajena con solo mencionar su nombre. Nunca entendí bien qué era lo que me hacía tan especial para que las mamás de mis amigos me señalaran como una mala influencia, pero si algo me quedó claro es que había un patrón en sus negativas.
Mi primer veto oficial llegó en la primaria. Un día, mi amigo me invitó a su casa y, con toda la inocencia de un niño de ocho años, le preguntó a su mamá si podía llevarme. La señora, con una sonrisa tensa, solo le dijo: “Ese nene no, mejor invitemos a otro”. Fue ahí cuando supe que algo en mí despertaba un instinto maternal de alerta máxima.
No es que yo fuera un delincuente juvenil. Bueno, al menos no en ese momento. Pero tenía ciertas cualidades que parecían preocupar a los adultos: hablaba demasiado, tenía ideas brillantes pero peligrosas y, lo más importante, era un imán para los accidentes. No importaba si íbamos a jugar a la pelota o simplemente a tomar una merienda, de alguna manera siempre terminábamos en lo de Doña Flora (la enfermera), o al menos con una amenaza de castigo.
Ya mudado a Paiva, recuerdo una vez que, en la casa de un amigo, quise demostrar que podía saltar desde el techo del garaje hasta el trampolín de la pileta. En mi mente, era una jugada maestra digna de una película de acción. En la realidad, terminé con la cabeza en la pared y el trampolín hecho pedazos. No solo me gané una prohibición de por vida en esa casa, sino que también mi foto terminó en el “Muro de los Niños No Bienvenidos”.
Otra ocasión memorable fue cuando convencí a amigos de construir una rampa para saltar con las bicicletas, en el predio frente a la entrada de los talleres ferroviarios. Todo iba perfecto hasta que la madera que usamos se rompió en pleno vuelo y el pobre Fede terminó con un diente menos. Su madre casi me entierra en el patio y desde entonces fui apodado por ese grupo como: “El Desgracia”.
El punto es que, con el tiempo, entendí que no era un caso aislado. No importaba el grupo de amigos, siempre había una madre que me identificaba como un peligro andante. Las excusas variaban: “Ese chico es muy inquieto”, “Siempre pasa algo cuando está él”, o el clásico “No, porque no quiero llamar a la ambulancia otra vez”.
Cuando llegó la adolescencia, mi reputación no mejoró, más bien se consolidó. Mientras otros chicos adoptaban un look más presentable, yo optaba por llevar cabello largo, los jeans rotos, borceguíes desgastados y una cadena en vez de cinturón. Mis remeras siempre llevaban el logo de alguna banda de heavy metal, y para terminar de sellar mi imagen de “mala junta”, fumaba cigarrillos armados de tabaco. A los ojos de las madres de mis amigos, esos cigarrillos eran sospechosos por default. Más de una vez escuché a alguna señora decir en voz baja: "Ese chico anda en cosas raras" mientras me miraba con el ceño fruncido.
El colmo llegó cuando, en una reunión familiar de un amigo (a la que había sido invitado a regañadientes), saqué mi tabaco y papel para armarme un cigarro. La madre del chico casi se desmaya y el padre se me quedó mirando como si estuviera a punto de llamar a la policía. Tuve que explicar, entre risas nerviosas, que solo era tabaco, pero el daño ya estaba hecho. Desde ese día, mi presencia en las casas ajenas pasó de ser una preocupación infantil a un motivo de genuina paranoia parental.
Ya adulto, crecí tanto externamente (engordando... bah) como internamente, logrando ser quien soy hoy en día. Y, como si la historia se repitiera en una versión más sofisticada, comenzó a darse el caso de que algunas esposas o novias de ciertos amigos empezaron a hacer mala cara cuando se juntaban conmigo. Vaya uno a saber por qué. No es que los invitara a lanzarse en paracaídas sin paracaídas o a apostar el sueldo en una partida de truco, pero algo en mí parecía despertar el radar de las parejas desconfiadas.
De repente, frases como "¿Otra vez con él?", "Mirá que no vuelvas tarde" o el más recurrente y temido: "No sé por qué, pero no me cae bien" se convirtieron en el soundtrack de mis reuniones. Algunos amigos, valientes pero precavidos, comenzaron a llamarme en clave o a inventar excusas absurdas para justificar nuestras salidas. Yo, por supuesto, disfrutaba el espectáculo, porque si algo aprendí en la vida es que la mala fama, una vez adquirida, es más difícil de borrar que una mancha de vino tinto en un mantel blanco.
Como diría un amigo cervecero con más sabiduría que diplomacia: "Lo que pasa es que se volvieron poco sociables, las esposas no los quieren dejar salir a jugar con las vecinas, y tienen miedo de que seas vos el que los lleve a la perdición… como si fueran nenes y vos el flautista de Hamelín, pero en versión parrilla y cerveza artesanal". Y no lo culpo, porque a esta altura, parecería que mi presencia sigue activando la misma alarma que en la infancia, solo que ahora en forma de "No quiero que termines llegando a casa oliendo a asado, cerveza, vino,... y con ideas raras".
Con los años, estas anécdotas se volvieron parte de mi personalidad. Aprendí a aceptarlo. Ahora, cuando veo a los niños del pueblo y escucho a sus madres susurrar entre ellas, sé que hay un nuevo “yo” en formación. Lo reconozco en ese pequeño que propone jugar a la mancha con petardos o en el que ve un carrito de supermercado y piensa en carreras callejeras, pero dentro del super.
Así que sí, soy ese tipo de persona. El que su madre no los dejaba juntar cuando eran chicos.
Y sinceramente, me alegra saber que la tradición sigue viva.