domingo, 4 de noviembre de 2012

El tiempo no espera...

Ha pasado mucho tiempo, una vida entera quizá, pero hay cosas que uno nunca olvida.

Verán, en mis años de juventud, cuando la sangre aún me ardía en las venas y el mundo parecía un lugar inmenso y lleno de promesas, conocí a una mujer. No cualquier mujer, no… Ella era diferente. Hermosa, sí, pero había algo más. Algo en su mirada, como si siempre estuviera a punto de descubrir un gran secreto o de perder algo importante. Nunca supe qué era exactamente, pero Dios sabe cuánto quise averiguarlo.

Éramos jóvenes, ingenuos, sin nada en los bolsillos y con demasiado en el corazón. La ciudad no nos quería, no nos entendía. Nosotros tampoco la entendíamos a ella, pero no nos importaba. Nos bastábamos el uno al otro. Nos refugiábamos en portales oscuros, en rincones donde las luces no llegaban, susurrándonos promesas que en ese momento parecían eternas.

"Tengo miedo de lo que pueda suceder con nosotros en el futuro", me decía… Yo también lo tenía, pero nunca lo admití. Y, aun así, la dejé ir.

Los años pasaron, la vida siguió su curso, y yo creí haberla dejado atrás, como tantas otras cosas que el tiempo se encarga de enterrar. Hasta aquel día.

Fue en la parada de un colectivo, de camino a mi trabajo. Yo estaba allí, como siempre, hundido en mis propios infiernos, en mis pensamientos, cuando la vi. Estaba sentada casi frente a mí, distraída, con la mirada perdida en alguna parte.

El corazón me dio un vuelco. Era ella. Más adulta, más serena… pero sin duda, ella.

Por un instante, todo volvió. Los recuerdos, los susurros, aquellas promesas que nunca nos cumplimos.

Pensé en hablarle. Pensé en decirle que aún la recordaba, que aún podía ver en su rostro a la chica que una vez lo fue todo para mí. Y después de dudarlo una eternidad, reuní el valor.

Me acerqué y le dije:

—Disculpa… ¿cómo has estado? ¿Te acuerdas de mí?

Ella me miró. Sonrió, pero no con la calidez que yo esperaba. Fue una sonrisa breve, cortés, como la que le darías a un desconocido en la calle.

—Lo siento, señor… creo que se equivoca.

Fue como si el mundo entero se detuviera. Como si, en un abrir y cerrar de ojos, todo lo que alguna vez tuvimos se desvaneciera por completo.

No sé cómo volví a mi lugar. Aquel colectivo llego, ella subió, y el colectivo siguió avanzando. La vida también.

Pero yo… yo me quedé ahí, atrapado en aquel momento, en aquel recuerdo, en aquella historia que, al final, solo vivía en mí.

Y desde entonces, aprendí algo: el tiempo no espera, y los recuerdos, por mucho que los atesoremos, a veces solo nos pertenecen a nosotros.