martes, 21 de mayo de 2019

En el trabajo...


El fluorescente parpadea suavemente sobre mi escritorio, una luz fría que baña los papeles y la pantalla de la computadora en un resplandor impersonal. A través de la ventana, la ciudad sigue su ritmo incansable, pero aquí, en el cubículo abarrotado de documentos y cables, el tiempo parece estancarse, marcado únicamente por el constante tecleo y el murmullo distante de las conversaciones.

Las horas se deslizan lentamente mientras trato de concentrarme en los informes y las cifras. Sin embargo, cada clic del teclado y cada desplazamiento en la pantalla son un esfuerzo consciente por ignorar el tumulto interno que burbujea bajo la superficie. El silencio de la oficina, interrumpido solo por el sonido monótono de las impresoras, parece amplificar el murmullo de un dolor que no encuentro la manera de expresar.

Las paredes alrededor parecen cerrarse, y el espacio limitado se convierte en una prisión silenciosa. Las miradas furtivas de los colegas, inmersos en sus propias rutinas, no perciben la tormenta contenida en mi interior. Cada vez que levanto la vista de mi pantalla, encuentro un mar de rostros que pasan sin detenerse, ajenos a la tristeza que me consume.

El reloj en la pared avanza con una regularidad implacable, marcando cada minuto que paso luchando por mantener la compostura. Cada tictac es un recordatorio de lo que siento, un eco constante de una angustia que se niega a ser liberada. La calidez de las lágrimas que amenaza con brotar se siente como un peso que se hunde en el pecho, una carga que llevo mientras sigo trabajando, fingiendo normalidad.

Las notas adhesivas y los documentos esparcidos por el escritorio se convierten en una distracción temporal, una forma de mantener mi mente ocupada mientras el deseo de llorar se intensifica. La luz del monitor, fría y distante, parece ofrecer poco consuelo en comparación con el calor de una liberación emocional que nunca llega.

Las conversaciones a mi alrededor son meros murmullos, un telón de fondo que resalta la soledad en medio de la multitud. Las risas y los intercambios ligeros de mis colegas contrastan dolorosamente con la calma tensa que intento mantener. Cada comentario que escucho es una ráfaga de normalidad que destaca aún más la lucha interna que enfrento.

En el cubículo, el llanto guardado se convierte en un compañero invisible, una presencia que se esconde en los rincones de mi mente mientras continúo con mis tareas. La incapacidad de expresar el dolor se convierte en una carga adicional, una pesada cadena que me ata a la rutina diaria mientras el sufrimiento permanece atrapado en el silencio.

La jornada laboral avanza, y con ella, la sensación de contención se intensifica. El deseo de encontrar un momento de soledad, una pausa para dejar escapar el dolor reprimido, es cada vez más urgente. Sin embargo, en esta oficina del silencio, el llanto sigue siendo una presencia esquiva, un grito contenido que se pierde en el ruido constante de la vida laboral.