viernes, 18 de septiembre de 2020

La partida de Ajedrez...

 

Allá en mi adolescencia, he leído en el desaparecido suplemento literario de un vespertino local, un cuento que me impacto en su momento. Hoy, a más de 30 años, aún lo continúo recordando.

Desde hace mucho tiempo que quiero (necesito) encontrarlo, más no recuerdo ni su verdadero título, ni a su autor.

E aquí que luego de más de dos meses de previa investigación al respecto (en cuanto a regiones, climas, historias, y un montón de generalidades más que voy a obviar por el momento) voy a dejarles aquí debajo el mencionado cuento tal cual, y como lo recuerdo, y como lo pudo mi mente ir hilvanando.

 

LA PARTIDA DE AJEDREZ

 



15 de abril de 1945, en el Campo de Bardufoss la noche estaba demasiado fría. Había estado lloviendo desde hacía varios días en todo el municipio, y fuera de las barracas era literalmente un chiquero.

Entre el barro, los desechos, y los despojos humanos, la vida allí se limitaba tan solo a no pisar demasiadas inmundicias.

Ante el inminente desenlace de los acontecimientos, todas las tropas siguiendo órdenes precisas, habían abandonado el lugar, dejando tan solo a Otto Aller, carpintero devenido en soldado, y a Hans Müller, el más sádico de todos los suboficiales de aquel campo, encargados de aquellas poco más de 550 almas que aún se podían decir “estaban vivas”.

Entre el hacinamiento, la falta de alimentos, el tifus, la tuberculosis, la fiebre tifoidea, la disentería, más el suboficial Hans Müller y su séquito de crueles camaradas, se habían encargado de diezmar a la gran mayoría de prisioneros llegados al lugar.

Hacía gala, el meticuloso Müller (como le llamaban), de su enorme capacidad de adaptarse a lo que el denominaba “nuevas metodologías de subordinación”, básicamente una mera invención suya de planear cada día de qué manera castigar por más tiempo y cruelmente a los prisioneros a su cargo.

Y era su “predilecto”, por así decirlo, el joven aprendiz de rabino.

El muchacho fue por siempre, desde el mismísimo día que llegó al campo, el tristemente receptor de todas y cada una de las más absolutas de las crueldades que a Müller pudiesen ocurrírsele.

Era quizá por el trato afable del adolescente para con todos, aun para con sus propios verdugos, por su carita aniñada, por su estoica manera de aguantar todos y cada uno de los castigos y vejámenes a los cuales fue sometido… no se sabía, lo cierto es que Hans sentía una inmensa satisfacción al descargar toda su fuerza y furia sobre el maltrecho cuerpo del muchacho.

Por el contrario, Otto Aller, se podría decir que era un tanto más humano que su camarada, aunque su “bondad” únicamente se limitara a no castigar a los presos fuera de los horarios estipulados, o hacer la vista gorda cuando entre los prisioneros existía algún tipo de contacto físico (algo total y absolutamente prohibido según los “reglamentos” del lugar).

Hacía un poco más de cinco o seis horas, en las cuales un grupo de SS habían llegado con ORDENES PRECISAS de abandonar el lugar, destruyendo todos y cada uno de los archivos, notas y/o documentos relacionados al normal funcionamiento de ese campo, que la jerarquía y las demás tropas, habían abandonado todo para unirse a las últimas Wehrmacht y dejándolos tan solo a ellos dos en un compás de espera que les resultaba inaguantable.

Müller, en su necedad, esgrimía que más allá de saberse total y completamente perdido, le quedaría la satisfacción de poder asesinar de un solo balazo al único ser sobre la tierra merecedor de tamaña cobardía de su parte… el joven aprendiz de rabino. Otto, que solamente se limitaba a mantenerse impávido ante los acostumbrados crueles castigos al mencionado muchacho, esta vez se negó.

Quizá fuere este su ultimo buen gesto en ese horrible lugar. Sus propias falencias como ser humano se habían puesto de manifiesto desde el mismo instante que se afilió al partido y al ejército a él subordinado, quizá fuera el momento de poder hacer algo al respecto.

Así que luego de discutirlo por un momento, decidieron echar las suertes de la vida del malogrado aprendiz, en una última partida de ajedrez.

Quiso la suerte que Otto tomara las blancas e hiciera alarde de una simple pero efectiva apertura abierta, sabiendo que luego daría ésta lugar a posiciones más agudas.

Habían tenido la posibilidad de enfrentarse varias veces en esas largas noches de invierno noruego, cada uno conocía de antemano las diversas estrategias que tenía su oponente. Aunque esta vez el “premio” a la partida fuera nada más y nada menos que la joven vida del aprendiz de rabino.

El desarrollo se fue haciendo cada vez más ensimismado en las simples piezas de madera. La iniciativa de uno era respondida con el potencial del otro, y así un caballo prontamente pasaba de comer a un alfil, a cubrir a su rey en un próximo movimiento.

Otto se había podido adelantar mentalmente a un par de jugadas, y eso lo llevo a imaginar un triunfante desenlace, Müller por el contrario continuaba con su hosco rostro, producto quizá de una concentración extrema o una total y absoluta preocupación por su inminente derrota.

El carpintero Allen añora ese olor a madera recién cortada allá en las afueras de su Schkeuditz natal, sabiéndose cada vez más cerca de cualquier tipo de acontecimiento, ya que tropas aliadas estaban próximas a arribar, le suponen a éste una minúscula, pero cierta, posibilidad de poder regresar prontamente.

Toma su pipa y acomoda con cierta parsimoniosa estructura las hebras de tabaco en ella, y las enciende.

En ese preciso instante, comienza a crecer en la barraca detrás de ellos un sordo rumor, como el despertar noctámbulo de un panal. Los prisioneros quizá se van dando cuenta de la falta de los sonidos típicos del lugar, el zumbido de la cerca eléctrica, el ladrar de los perros, las conversaciones lejanas de los guardias o el ir y venir de las luces de las torres. Un solo y potente grito del “meticuloso” aplacó la rebelión vocal en un instante.



Otto inhala el humo de su pipa y evalúa su próximo movimiento. Ahí está, ya lo ha visto, y está seguro que Hans también… tiene la partida en sus manos en tan solo seis movimientos, el desenlace es a su favor en tan solo esos seis decisivos movimientos y su oponente no puede hacer absolutamente NADA para solucionarlo. La vida del joven aprendiz quizá se encuentra a salvo ya… Toma el alfil entre sus dedos y lo mueve a la posición evaluada.

Hans levanta la vista y lo mira, su rostro ha cambiado de repente, dejó esa inexpresiva actitud que lo acompañó durante toda la partida y lo ve directamente a los ojos. Otto quiere disimular su emoción, su contraparte perderá en tan solo seis movimientos y él asume que ya se ha dado cuenta, por eso su mirada. Pero de repente, todo cambia en un parpadear… Müller lo mira y levanta una ceja, cómo preguntando:

- ¿En serio?

El carpintero no da crédito a lo que ven sus ojos, deja la pipa a un lado y repasa todos y cada uno de los movimientos, hechos y por venir, y se quiere tranquilizar. Tiene a su oponente cercado en tan solo seis movimientos.

Vuelve a fijar sus ojos en su contraparte y lo ve observando con detenimiento su propia torre… esa torre, y lo comprende todo.

Hans Müller, el más déspota, sádico y cruel de todos los guardias de ese campo, también es un aventado estratega ajedrecista… tiene jaque mate en tan solo cuatro movimientos. Simplemente le fue ofreciendo la posibilidad de que confíe que tenía todo el tablero a su favor, para luego arrebatarle el triunfo en tan solo cuatro inevitables movimientos…

En otras circunstancias lo felicitaría de antemano, pero está en juego la vida de aquél joven.

Ambos continúan frente a frente y ninguno de los dos emite sonido alguno. Queda para Otto una vana esperanza de que Hans no se percate de la situación, cosa que realmente descree en lo absoluto.

Müller se incorpora de su asiento y se arma un cigarrillo. De la estufa toma la cafetera y sirve dos jarros. Camina hacia la mesa y le entrega en mano uno de ellos a Otto que agradece con un gesto.

Ambos cruzan una vez más sus miradas, Allen acaba de perder la única esperanza de que su contraparte pueda no haberse dado cuenta de su próxima jugada, su camarada acaba de esbozarle una sonrisa… la suerte de la vida de aquel joven, está echada en tan solo cuatro movimientos… ambos lo saben, y no hay nada que pueda hacerse ya.

Hans Müller camina hacia la ventana y tomando el mechero de entre sus ropas, enciende su cigarrillo.

Veinticinco metros más allá, desde el bosque de abedules, justo detrás de la primera valla de alambres, se ve primero el fogonazo y luego se escucha el estruendo.

La bala alcanza a rozar el hombro izquierdo del soldado en pie, para continuar su recorrido y perderse en la barraca de atrás.

Ambos soldados levantan sus manos lo más alto que pueden y salen al grito tan estudiado de:

-don't shoot, we surrender.



En tan solo 20 minutos la 4ª División Blindada del Ejercito de Canadá finalmente se hace del control total del predio y comienza a ocuparse de los prisioneros librados.

En el reporte de un teniente primero se pudo leer más tarde:

-… llegando con la división a tomar el objetivo, donde no encontramos resistencia armada alguna, disparando UNA SOLA BALA… ocurriendo, lamentablemente, una baja casual.



Era el aprendiz de rabino, que fue alcanzado por la misma, y que murió en su camastro... aferrado al talmud…