domingo, 1 de octubre de 2023

El Rugir de las Ruedas

 


Don Rafael, octogenario con el rostro marcado por la sal del río y los años, se sienta todos los días, a la misma hora, en el banco de madera cerca del puerto. El viento se cuela entre los maderos del muelle, trayendo consigo un eco lejano de tiempos que ya no existen, pero que viven en su memoria. Se toma un sorbo de su mate, que ya no sabe si tiene sabor o solo es una costumbre, y empieza a hablar con esa voz ronca y lenta, de quien ha visto demasiadas estaciones pasar.

-Cuando era apenas un crío, de esos que no entienden mucho de lo que pasa en el mundo, solía esperar por las tardes junto a mi abuelo, cerca de la costa. El río estaba siempre allí, como un gigante que no entendíamos del todo, pero que era nuestra vida misma. A veces, el viento soplaba tan fuerte que casi no oía la voz del abuelo. Decía que el río nunca traía nada bueno, pero eso no era cierto. Cuando el ruido de las ruedas de la carreta de Don Eugenio Rosas llegaba desde el camino, el aire se volvía más ligero, más esperanzado. A mí, siendo niño, me parecía una música, como un violín lejano, un ritmo constante que se acercaba por la senda polvorienta, levantando una nube de tierra que se mezclaba con el vaho del río. El olor a fuel oíl, espeso y aceitunado, llenaba el aire. Mi abuelo ya lo sabía antes que yo. Lo oía primero, como si la tierra misma le hablara al oído. ‘Escuchá, pibe, ya viene (me decía)

Don Rafael hace una pausa, mirando al horizonte, y luego sigue.

-Y yo lo sabía. No era solo el ruido de las ruedas. Había algo más, algo en la forma en que el aire cambiaba, como si la tierra misma se preparara para recibir a Don Eugenio. La gente del pueblo decía que él era el único que se atrevía a traer el fuel oíl desde el puerto, sin que le importara el río, ni el calor del día, ni el peso de los barriles. Otros ya se habían ido, la modernidad se llevaba todo con ella. Pero Don Eugenio... él no. Él seguía trayéndonos el sustento, el combustible para las lámparas, para los fogones, para que todo siguiera su curso.

El viento sopla más fuerte y se cuela entre las grietas de la vieja casa de Don Rafael. La luz del atardecer se filtra por las ventanas de madera, llenando la habitación con una suave penumbra.

-Mi abuelo siempre me decía –continuaba- que el tiempo era como el río. Iba, sin retorno, y no te daba tiempo para prepararte. Pero cuando Don Eugenio llegaba, sentíamos que el tiempo se detenía, al menos por unos minutos. Era el hombre que traía el pasado y el futuro en su carreta, aunque nunca lo entendí del todo. ‘El pueblo sigue creciendo, pibe, y vos no te vas a dar cuenta. Pero el puerto siempre estará ahí, firme como el río. Y nosotros, los que nacimos entre su agua, seremos siempre los mismos’, me decía el viejo. Y tenía razón, aunque no lo sabía."

Don Rafael deja el mate a un lado y se levanta lentamente, mirando hacia el río, que ya no es el mismo. Las luces de la ciudad de Rosario, al fondo, titilan como estrellas lejanas, en un horizonte que parece pertenecer a otro mundo.

-Hoy ya no oigo el ruido de las ruedas, ni la voz de Don Eugenio. El puerto ha cambiado. Ya no es lo que era. Y yo... yo ya soy un viejo. Pero esa tarde, con mi abuelo esperando, con el sonido de la carreta acercándose, me sigue llegando, como el eco del río. Y no puedo dejar de pensar que, aunque el tiempo haya cambiado el puerto, el río sigue siendo el mismo. Y nosotros, pibe, (como decía el abuelo) somos los mismos."

Don Rafael hace una pausa larga, como si estuviera evaluando sus palabras. Luego agrega, con la furia tranquila que solo los viejos conocen, como una verdad sagrada.

-Y si me dicen que Buenos Aires fue la primera fundación del Río de la Plata, les aseguro que no tienen ni idea de lo que hablan. Puerto Gaboto fue el primero, y no porque yo lo diga, sino porque los que entendemos de historia, de lo que fue el río en su tiempo, lo sabemos. Fue el primer asentamiento verdadero de este río, de este territorio. Gaboto trajo el fortín en 1527. ¿Quién más? ¿Los porteños? Ellos, con sus estrellas lejanas y su arrogancia, olvidan todo lo que pasó antes de que nacieran. Pero nosotros aquí, los que nacimos con el río en la sangre, lo sabemos. Puerto Gaboto fue el principio. Y si alguno se atreve a decir lo contrario, que venga a demostrarlo. Los porteños ni siquiera saben lo que es sentir el río en la piel. Solo vienen a robarse la historia.

Don Rafael se quedó en silencio, con la mirada fija en el horizonte, como si las luces de Rosario fueran la representación de todo aquello que le perteneció y se le escapó. Sus manos, arrugadas y llenas de tiempo, se aferraron con fuerza al banco de madera, como si aún luchara por sostener algo que, aunque ya no estaba, él seguía considerando suyo.

-Mi abuelo me contaba que uno de nuestros antepasados, Juan Salazar, había sido uno de los primeros en llegar al asentamiento fundado por Gaboto. Salazar, un hombre del norte, atravesó las islas y los montes selváticos con su machete y su perro. Las islas inundadas, donde los jacarandás florecían cubriendo de azul el cielo de verano, y los grandes algarrobos hacían sombra para los viajeros. Las palmas caranday se movían al ritmo del viento, y entre las selvas tupidas, el rugir de los felinos y el canto de los tucanes marcaban el paso de los días. La naturaleza era un monstruo y una belleza, todo al mismo tiempo. Pero el río... siempre el río, era lo que daba vida. El Paraná, sus aguas cargadas de historias y secretos, lo conectaba todo. Las islas eran un mundo aparte, con yacarés que se asomaban a las orillas como viejos fantasmas y martinetas que volaban en formación, dibujando sombras sobre las aguas.

Don Rafael se acomoda en el banco, con la cabeza inclinada hacia un costado, mirando las aguas turbias del Paraná, que ahora se mezclan con las sombras de la noche.

-Las islas y el río, pibe, siempre han sido parte de lo que somos. Puerto Gaboto no era solo un puerto, era el corazón de una historia mucho más grande que nosotros mismos. Yo, que fui viajante, recorrí el país, vi otras tierras, pero siempre volví a este puerto. No porque fuera el más grande ni el más reconocido, sino porque era el mío. Y si los porteños creen que se adueñaron de la historia, les diré lo mismo que me decía mi abuelo: el río nunca se olvida.

Don Rafael se recuesta en el banco, y por un instante, parece perderse en el horizonte, dejando que las aguas del Paraná lo envuelvan una vez más, como a aquellos primeros viajeros que cruzaron sus islas, su selva, su historia.