sábado, 30 de noviembre de 2024

Nos estamos quedando sin viejos


Cada vez son menos los que recuerdan los días en que las historias se contaban al calor de una fogata, cuando el tiempo parecía detenerse y las tradiciones se transmitían de una generación a otra, con esa sabiduría que solo el paso de los años otorga. Ahora, sus voces se desvanecen lentamente, y con ellas, una parte invaluable de nuestra identidad.

Nos estamos quedando sin esos ancianos que, con su calma y sus ojos llenos de historia, nos enseñaban que el verdadero valor de la vida no está en las prisas ni en lo efímero, sino en las raíces profundas que nos conectan con el pasado.

Es un vacío que comienza a sentirse, un suspiro largo que se extiende en el aire, recordándonos que las historias no se cuentan solas. Que, si no las compartimos, corremos el riesgo de perderlas para siempre.

Y mientras observo este vacío que se va expandiendo, me doy cuenta de algo más: nos estamos quedando sin abuelos, no solo porque la vida se los lleva con el paso del tiempo, sino porque nuestra generación, en medio de la vorágine del mundo actual, ha comenzado a mirar con distancia ese rol que antaño parecía tan natural. No es que no queramos serlo, es que en un mundo que avanza tan rápido, con tantas expectativas, tantas presiones, son pocos los que se arriesgan a comprometerse por completo a algo tan grande, tan profundo.

Hoy, tener hijos ya no parece ser un destino inevitable para muchos. El compromiso de criar, educar, de construir una familia, se ha vuelto un acto casi revolucionario en una sociedad que nos invita, casi nos exige, a priorizar la libertad individual, la realización personal y la movilidad constante.

Y me pregunto, ¿es este el precio de la modernidad? ¿Estamos tan centrados en nuestro propio camino que nos olvidamos del legado que dejamos atrás? La capacidad de ser abuelos, de transmitir las historias, de cuidar de una nueva generación, se está desvaneciendo, porque las generaciones venideras ya no parecen dispuestas a asumir ese papel. ¿Es la comodidad de la independencia lo que nos ha alejado de ese profundo vínculo? ¿O simplemente nos hemos olvidado de que la vida, en su ciclo completo, siempre ha sido también una cuestión de continuidad, de enseñar a quienes vienen después?

En algún lugar de mí, siento que es una suerte, un verdadero acto de fortuna, el poder convertirse en abuelo, el poder experimentar ese amor generacional que trasciende el tiempo. Pero también, y quizás más importante aún, siento una profunda tristeza por los que, por circunstancias o por elección, nunca llegaremos a serlo.

La ausencia de los viejos, de los abuelos, de ese punto de encuentro entre el pasado y el futuro, deja un vacío difícil de llenar. Y mientras la vida continúa, nos toca a nosotros, los que aún estamos aquí, hacer el esfuerzo por no olvidar lo que hemos recibido y lo que, algún día, podríamos llegar a entregar.

Cada vez son menos los que recuerdan los días en que las historias se contaban al calor de una fogata, cuando el tiempo parecía detenerse y las tradiciones se transmitían de una generación a otra, con esa sabiduría que solo el paso de los años otorga. Ahora, sus voces se desvanecen lentamente, y con ellas, una parte invaluable de nuestra identidad.

Nos estamos quedando sin esos ancianos que, con su calma y sus ojos llenos de historia, nos enseñaban que el verdadero valor de la vida no está en las prisas ni en lo efímero, sino en las raíces profundas que nos conectan con el pasado.

Es un vacío que comienza a sentirse, un suspiro largo que se extiende en el aire, recordándonos que las historias no se cuentan solas. Que, si no las compartimos, corremos el riesgo de perderlas para siempre.

Y mientras observo este vacío que se va expandiendo, me doy cuenta de algo más: nos estamos quedando sin abuelos, no solo porque la vida se los lleva con el paso del tiempo, sino porque nuestra generación, en medio de la vorágine del mundo actual, ha comenzado a mirar con distancia ese rol que antaño parecía tan natural. No es que no queramos serlo, es que en un mundo que avanza tan rápido, con tantas expectativas, tantas presiones, son pocos los que se arriesgan a comprometerse por completo a algo tan grande, tan profundo.

Hoy, tener hijos ya no parece ser un destino inevitable para muchos. El compromiso de criar, educar, de construir una familia, se ha vuelto un acto casi revolucionario en una sociedad que nos invita, casi nos exige, a priorizar la libertad individual, la realización personal y la movilidad constante.

Y me pregunto, ¿es este el precio de la modernidad? ¿Estamos tan centrados en nuestro propio camino que nos olvidamos del legado que dejamos atrás? La capacidad de ser abuelos, de transmitir las historias, de cuidar de una nueva generación, se está desvaneciendo, porque las generaciones venideras ya no parecen dispuestas a asumir ese papel. ¿Es la comodidad de la independencia lo que nos ha alejado de ese profundo vínculo? ¿O simplemente nos hemos olvidado de que la vida, en su ciclo completo, siempre ha sido también una cuestión de continuidad, de enseñar a quienes vienen después?

En algún lugar de mí, siento que es una suerte, un verdadero acto de fortuna, el poder convertirse en abuelo, el poder experimentar ese amor generacional que trasciende el tiempo. Pero también, y quizás más importante aún, siento una profunda tristeza por los que, por circunstancias o por elección, nunca llegaremos a serlo.

La ausencia de los viejos, de los abuelos, de ese punto de encuentro entre el pasado y el futuro, deja un vacío difícil de llenar. Y mientras la vida continúa, nos toca a nosotros, los que aún estamos aquí, hacer el esfuerzo por no olvidar lo que hemos recibido y lo que, algún día, podríamos llegar a entregar.