Clara, barrendera de la municipalidad de Monte Vera, lleva más de diez años en el mismo puesto. Su trabajo le permite estar en las calles, conocer a los vecinos, escuchar los murmullos y los chismes que a veces se filtraban en las conversaciones cotidianas.
Monte Vera, una ciudad chica que aún mantiene ese espíritu pueblerino, nunca dejaba de sorprenderla. Y esa mañana, no fue la excepción.
El sol apenas asomaba, y el bullicio de la gente comienza a tomar forma en las calles. Clara, como siempre, empieza su jornada barriendo las hojas secas de los árboles que bordean la vereda de la municipalidad, justo frente a la ruta, disfrutando del pequeño momento de paz antes de que el día tomara su curso. Su compañera, Marta, barre al otro de la misma vereda, y las dos charlan distraídas mientras el día comienza.
Fue entonces cuando el ruido del motor rompió la calma. Clara miró hacia la intersección, frente a la municipalidad, donde el primer semáforo comenzaba a ponerse en rojo para los vehículos que venían del este. El tráfico no era intenso, pero la calle siempre tenía un aire de prisa. Y esa mañana, la coincidencia o el destino (quién podría saberlo) hicieron que un lujoso automóvil, que Clara reconoció de inmediato, se acercara por la ruta desde el norte con la luz verde a favor. Era el abogado Ferrer, conocido en la región no solo por su astucia en los tribunales, sino también por su arrogancia y su frialdad humana. Pocos en Monte Vera lo querían (para que negarlo), y Clara sabía bien por qué. Aldo Ferrer se había ganado a pulso la fama de hombre de leyes, sí, pero de corazón helado y arrogante.
Pero, como decía su abuela, "a los ricos y poderosos no les importa el qué dirán, solo les importa ganar". Y Ferrer, indudablemente, tenía un gran poder, algo que sus clientes apreciaban, aunque él no fuese de los más queridos.
En el mismo momento en que Clara observaba el automóvil de Ferrer, un grito interrumpió sus pensamientos. Era Marta, señalando con su mano al otro lado de la intersección. Clara levantó la mirada y vio a Pedro Paco, el hijo de Don Rogelio, uno de los hombres más querido de Monte Vera, uno de esos personajes que formaban parte de la historia misma del pueblo. Pedro, joven e impetuoso, se encontraba en una motocicleta, no muy lejos del semáforo, y sin intenciones de frenar. Claramente, no prestaba atención a la luz roja. Quiso pasar de largo, ignorando las normas de tránsito, quizás con la imprudencia de un joven que sentía que su apellido le daba algún tipo de inmunidad o, tal vez, solo porque estaba acostumbrado a ser siempre el hijo del hombre que todo el mundo respetaba, o por mera desidia quizá.
Clara vio cómo Pedro aceleraba justo cuando el semáforo cambiaba a verde para el automóvil de Ferrer. Una fracción de segundo después, el accidente ocurrió. El impacto fue brutal. El sonido de metal y vidrio quebrándose resonó en calle. Clara y Marta corrieron hacia el lugar, pero ya era tarde. El abogado había frenado de manera precipitada, aunque sin éxito, y Pedro estaba tirado sobre el asfalto, con la motocicleta aplastada bajo aquel automóvil de lujo.
El caos llegó en cuestión de segundos. Los gritos de la gente, el llanto de Pedro, el ruido de las sirenas de la ambulancia. Los testigos comenzaron a llegar, y Clara se encontró en una posición incómoda. Ella había visto todo desde el principio, y Marta también. Ambas mujeres fueron citadas para declarar en el juicio, que no tardó en llegar.
La noticia había corrido como pólvora por Monte Vera: un accidente que involucraba a dos figuras tan contrarias como el abogado Aldo Ferrer, que parecía tener todo el poder del mundo, y Pedro Paco, el hijo del hombre venerado por todos. Y Clara, de alguna manera, se vio atrapada en esa red. La disyuntiva no era sencilla.
¿A quién favorecería en su relato?
El abogado Ferrer, aunque arrogante, había sido el que respetó la luz verde y no había hecho nada fuera de lo común. Su reputación, aunque despreciada por muchos, era intachable en términos legales. De hecho, había hecho todo lo que se esperaba de él. Sin embargo, ¿sería justo declarar eso? Clara sabía lo que representaba Ferrer para el pueblo: su soberbia, sus tácticas despiadadas en el tribunal, su indiferencia hacia las personas de a pie. La sola idea de poner la balanza a su favor, sin tomar en cuenta los sentimientos de la gente del pueblo, la incomodaba profundamente.
Por otro lado, estaba Pedro, el joven de espíritu libre, hijo del hombre al que todos conocían y querían. Su familia tenía una historia arraigada en Monte Vera. Don Rogelio, el padre, era un hombre respetado, casi una leyenda viva del lugar. Pedro, sin embargo, había cometido un error grave al ignorar el semáforo. Clara sabía que su imprudencia era evidente, pero ¿podía realmente culparlo completamente? ¿No era acaso el joven un reflejo de ese pueblo que vivía entre la tradición y la modernidad, entre el respeto y el desorden?
Clara pensó en cómo la gente de Monte Vera siempre había visto a Don Rogelio: con admiración, con cariño, con respeto. Nadie podía olvidar la historia de su familia. Pero Pedro, aunque hijo de esa figura tan querida, no dejaba de ser humano, como todos, con sus propias fallas.
La disyuntiva, entonces, era clara: ¿Sería justa y objetiva en su relato, o cedería a la presión del pueblo y sus simpatías?
Ese juicio no solo definiría el destino de Pedro y el abogado Ferrer, sino también el de Clara, quien, al final de todo, no solo sería testigo del accidente, sino también parte de una historia mucho más grande: la de un pueblo que no siempre podía ver las cosas con imparcialidad.
Clara se sentó en el banco de la plaza, mirando la iglesia a lo lejos. Sabía que en su decisión no solo estaba en juego la justicia, sino algo mucho más profundo: la lealtad a su gente, a su tierra. Pero al final, la justicia, esa palabra tan grande que a veces parecía un espejismo, siempre le parecía el camino más difícil de seguir.
Al final, Clara lo sabía: en Monte Vera, todos tenían una historia, pero pocos tenían el valor de contarla tal cual era.
La disyuntiva de Clara era abrumadora. Por un lado, tenía claro que debía ser objetiva en su testimonio, que la verdad debía prevalecer por encima de todo. El abogado Ferrer, aunque desagradecido y distante, había actuado dentro de los márgenes de la ley. Había respetado el semáforo, no había acelerado ni cometido imprudencias, algo que en el juicio podría jugar a su favor. Sin embargo, Clara sabía que eso no sería bien recibido por el pueblo. Monte Vera siempre había sido una comunidad que valoraba la cercanía, el respeto mutuo, la empatía. Pedro Paco, el hijo de Don Rogelio, era querido por todos, y su imprudencia, aunque innegable, se veía atenuada por la imagen de su familia, una familia que había sido parte de la historia del pueblo durante generaciones. Clara, consciente de esta realidad, se enfrentaba a un dilema moral: ¿debía seguir el camino de la justicia, con todas sus frías implicaciones legales, o debía ceder a la presión del afecto popular y la historia de los Paco, que dictaba otro tipo de justicia, más cercana, más humana?
Por otro lado, Clara también sabía que su decisión no solo afectaría el futuro de Pedro o el abogado Ferrer, sino el suyo propio. Si decidía hablar con total imparcialidad, podría ganarse el repudio de una comunidad que siempre la había considerado una de los suyos, alguien cuya lealtad estaba ligada al pueblo y su gente. Pero si cedía al impulso de proteger a Pedro, de salvaguardar la imagen de su familia ante el juicio, podría estar traicionando lo que la justicia realmente implicaba. En su corazón, Clara sentía el peso de ambas opciones: ser justa y perder la cercanía con su gente, o ser empática y poner en juego su integridad como testigo. En cualquier caso, la verdad, tal y como la veía, parecía un camino solitario, un camino que pocos se atrevían a recorrer en Monte Vera, donde las historias de familia y de lealtades compartidas tenían más peso que los fríos dictámenes de la ley.
Relato con final abierto preguntándoles mis anónimos lectores... uds... ¿que hubieran elegido?