domingo, 29 de diciembre de 2024

Horrible...horrible vicio...

 

Hace muchos años, cuando era adolescente, trabajaba en un restaurante sobre Boulevard y Francia. Un domingo, el lugar estaba particularmente tranquilo. El viejo Chiquito, jefe de los mozos, me había tomado mucho cariño y siempre decía que yo era un “nieto postizo”. Ese día, me llamó y me dijo:

Pendejo, vayámonos…

Le pregunté adónde íbamos.

A los burros, me respondió sin dudarlo.

Antes de salir, habló con el dueño, le explicó que no era necesario tener tantos mozos esa mañana, y que nos retiraríamos bajo la promesa de regresar más temprano esa misma noche para que dos de nuestros compañeros pudieran descansar. El dueño aceptó, y así nos fuimos.

Al llegar, el personal de seguridad, que conocía a Chiquito de años de haber estado trabajando allí, se negó primeramente a dejarme entrar. Era menor de edad. Sin perder tiempo, él se puso sus lentes oscuros y, con su característico tono pícaro, les dijo que yo era su "lazarillo", ya que él tenía poca visión y necesitaba de mi ayuda. Los guardias, entre risas cómplices, nos dejaron pasar, pero no sin antes pedirle que no nos metiéramos en problemas.

Nunca olvidaré lo que pasó después. Mientras los caballos hacían la pasada (una pequeña demostración antes de las carreras), vi al número 5, "Póchala", y algo en mi intuición me dijo que ese caballo ganaría. Le comenté a Chiquito, que revisó una revista con las estadísticas de las carreras y los caballos que le habían dado en la entrada, y me dijo:

Este puede pagar bien, no lo conoce nadie. ¿Querés jugarle?

Asentí, y me pidió que le pasara la plata disimuladamente, para que nadie viera que un menor estaba apostando. Frente a la taquilla, el viejo ordenó:

Diez boletos a ganador, al cinco en la segunda.

Debo confesar que jamás, hasta ese momento, había experimentado la adrenalina de un evento como ese, especialmente con mi dinero en juego. Cuando "Póchala" cruzó la meta casi tres cuerpos de ventaja respecto al segundo, sentí una exaltación indescriptible. Gané una cantidad de dinero que, aunque no recuerdo exactamente, equivalía casi a mi quincena de trabajo.

Mi emoción era tal que, en la siguiente carrera, le dije:

Me gusta el nume…

Pero él me cortó en seco:

No juegues más, nene. Ya ganaste. No apostes más. Esto es un vicio horrible. No te dejes llevar.

Estaba perplejo y confundido, pero decidí hacerle caso. 

Agradecí su sabiduría luego, porque el caballo en el que yo había puesto mis ojos terminó último, y por lejos, cómodo diría...

Recuerdo que llevaba una campera de jean con un montón de bolsillos. Era alrededor de las cinco de la tarde, y el viejo me la pidió prestada, no porque tuviera frío, sino porque ya no tenía más lugar donde guardar TODA la que venía ganando. Fue impresionante ver cómo la plata iba llenando todos esos bolsillos.

Sin embargo, a las 18:30, apenas una hora y media después, Chiquito, algo avergonzado, me pidió si podía prestarle el dinero para el colectivo de regreso, ya que se había quedado sin un peso de todo aquello que había ganado.

Este es un vicio horrible, me repitió antes de subirnos al colectivo que nos llevaría de vuelta al restaurante.

Y, en ese momento, comprendí la lección, aprendí más de lo que jamás imaginé. La adrenalina de ganar, la tentación de seguir apostando, y, sobre todo, la rapidez con la que todo puede escaparse de las manos. El viejo, con su sabiduría cruda, me mostró una cara del mundo que, en mi ingenuidad adolescente, no había visto nunca.

A veces, la vida te da una lección de humildad en los momentos más inesperados. Me di cuenta de que, en el fondo, no se trataba de ganar dinero o de hacer apuestas, sino de aprender a controlar los impulsos, a reconocer cuándo es el momento de detenerse y a valorar lo que realmente importa. Mientras el colectivo nos llevaba de regreso, con el viejo Chiquito en silencio, me quedó claro que en ese breve encuentro con el azar había entendido mucho más de lo que podría haber aprendido en años de experiencia.