Hace algunos años, en este escrito que podés leer haciendo clic acá, nombraba de la importancia (al menos para mi) que es cuando uno es pequeño, de recibir de regalo (sobre todo para estas fechas) un juguete.
Años mas tarde, ya mayores, entendemos que, por allí un juguete, en muchos casos, puede ser considerado un bien efímero, ya que su vida útil suele ser corta: un objeto creado para el entretenimiento que, tras un tiempo, pierde su atractivo o se desgasta. La percepción de efimeridad (creo que acabo de inventar el término) de un juguete depende tanto de su función como de su materialidad, en cambio la vestimenta, en general, tiene una mayor durabilidad que un juguete. La durabilidad de ambos bienes puede variar, pero por lo general, la ropa está diseñada para resistir el desgaste durante más tiempo debido a que se usa con mayor frecuencia y, en muchos casos, está hecha de materiales más resistentes.
Todo eso, de pequeños (y permítanme la mala expresión: NOS CHUPAUNHUE…)
De pequeños queremos JUGUETES… a ver si lo entienden algunos mayores…. pues estos representan diversión, imaginación y aventura, elementos esenciales en el mundo infantil. Para todos, cuando chicos, un juguete es mucho más que un objeto; es una herramienta para explorar, crear y expresar las emociones. Sin embargo, algunos adultos, al buscar algo "más útil" o "práctico", optan por regalar ropa, ignorando que los pequeños no valoran estas cosas de la misma manera. Aunque la ropa pueda ser necesaria, no provoca en los niños la misma alegría y emoción que un juguete puede despertar.
Regalar es un arte que trasciende el simple acto de dar algo material; es una expresión de empatía y atención hacia los demás. Hay personas que convierten este gesto en algo especial, dedicando tiempo a observar y comprender las necesidades, gustos y deseos de quienes les rodean. Estos verdaderos artistas del regalo no buscan impresionar, sino conectar y brindar algo que realmente importe. Al actuar con intención y cuidado, logran que cada obsequio se transforme en una muestra de cariño, comprensión y aprecio genuino, haciendo del acto de regalar una experiencia única y significativa.
Otros, sin embargo (entre los cuales me incluyo), encontramos un desafío al momento de elegir el regalo adecuado. No es por falta de intención, sino porque nos cuesta descifrar exactamente qué podría alegrar o ser útil para la otra persona. A menudo, dudamos entre opciones, tememos no acertar o simplemente nos sentimos abrumados por la idea de no cumplir las expectativas. Esto convierte el proceso en una mezcla de cariño y nerviosismo, donde el deseo de “pegarla con el regalo” se enfrenta a nuestras propias inseguridades, haciendo del acto de regalar un ejercicio de reflexión y esfuerzo personal.
Algunas personas, a sabiendas de todo esto, tienen la “amabilidad” de dejarnos “entrever” cual sería un regalo “deseable” para ellos, y en algunos casos mas “extremos” directamente nos dicen: regalame “eso”.
Una buena manera que encontré con el pasar de los años (y la confianza con la persona lo amerita) que directamente prefiero pasarle el monto equivalente a lo que podría llegar haber pensado en su regalo, para que sea ella la que adquiera luego, aquello que es de su antojo o necesidad. Lo sé, entiendo que no es “lo ideal”, pero peor es regalar algo no practico, o no deseable…
Y es aquí que viene el dilema, pues también entiendo que un regalo es mucho más que un objeto; es un gesto cargado de significado que refleja el cariño, la atención y el aprecio hacia otra persona. Es una forma de comunicar emociones, de demostrar que se ha pensado en el destinatario y en lo que podría hacerlo feliz. Ya sea algo sencillo o elaborado, un regalo tiene el poder de crear conexiones, despertar sonrisas y fortalecer vínculos. Es, en esencia, una expresión tangible de los sentimientos que palabras a veces no pueden transmitir.
En cuestiones "regalisticas" (sí, un término recién inventado supongo, pero encantador si me lo permiten), me considero más propenso a dar que a recibir. Tal vez porque interpreto, casi de manera intuitiva, que el verdadero regalo reside en el detalle, en la intención detrás del gesto, y no necesariamente en el objeto en sí. Para mí, el hecho de que alguien haya dedicado su tiempo a pensar en mí, en elegir algo que refleje cuidado o aprecio, es un regalo invaluable. Ese acto, por sencillo que parezca, lleva consigo una carga emocional que trasciende lo material y deja una huella profunda en quien lo recibe.
Recibir un regalo, en cualquier circunstancia, ya de por si es algo especial. Es un gesto que nos llena de alegría, porque más allá del objeto en sí, implica que alguien pensó en nosotros, dedicó tiempo y esfuerzo para elegir algo que cree que nos hará felices. Ese simple acto de consideración es suficiente para iluminar nuestro día y recordarnos que somos importantes para alguien más, lo cual ya lo convierte en un momento mágico.
Sin embargo, cuando ese regalo resulta ser algo que hemos anhelado, querido o deseado profundamente, la emoción se multiplica. En ese instante, el obsequio deja de ser solo un objeto para convertirse en un símbolo cargado de significado. Representa no solo el cumplimiento de un deseo, sino también una conexión emocional con la persona que lo entregó, quien supo entender y materializar aquello que más valoramos. Esa combinación de sorpresa y satisfacción tiene el poder de quedarse grabada en nuestra memoria como una experiencia profundamente significativa.
Más allá de todo esto, creo firmemente que nunca debemos olvidar el maravilloso regalo de la vida que nos dieron nuestros padres. Con sus aciertos y también con sus errores, nos entregaron lo más valioso que tenemos: la oportunidad de estar aquí, de experimentar, de aprender y de crecer. Es un regalo que muchas veces damos por sentado, pero que encierra un amor y una entrega incondicional que no siempre somos capaces de apreciar plenamente.
Nuestros padres, con sus imperfecciones humanas, nos brindaron no solo la existencia, sino también las herramientas y lecciones que nos han formado. Incluso en sus yerros, hay enseñanzas, y en sus aciertos, inspiración. Agradecerles por este regalo fundamental es honrar su esfuerzo y reconocer que, a pesar de todo, lo más esencial de nuestra existencia comenzó gracias a ellos.
Ayer, mientras conversaba con un par de personas, les explicaba que, a menudo, me digo a mí mismo que tengo "gustos caros", pero lo cierto es que mis gustos más valiosos no se pueden comprar con dinero. Tengo la suerte de contar con amigos que valen su peso en oro, personas que realmente enriquecen mi vida y que se han convertido en un regalo invaluable. La calidad de las relaciones que cultivo es algo que aprecio profundamente, porque son esos lazos los que dan sentido y valor a todo lo demás. Para mí, tener amigos genuinos es el verdadero lujo, algo que trasciende cualquier cosa material.
La amistad es, sin duda, uno de esos tesoros que no se encuentran todos los días, y por eso, cuando digo que tengo "gustos caros", me refiero precisamente a esto: a tener alrededor a personas que me enriquecen, me desafían y me hacen ser mejor.
Esos son los regalos más preciosos, los que no se pueden medir en dinero, pero que, sin lugar a dudas, son los que más valoro y quiero.
Anoche, sin ir más lejos, recibí un par de regalos que lograron conmoverme profundamente. Uno de ellos era algo que había anhelado durante algún tiempo, una prenda que me había prometido tener en algún momento. Verla finalmente en mis manos fue más que un simple acto de recibir; fue como cumplir un sueño, un pequeño sueño que llevaba tiempo esperando. Ese regalo, más allá de su valor material, representó la realización de un deseo largamente guardado.
El otro regalo me tocó de una manera aún más íntima. No se trataba tanto del objeto en sí, sino de lo que simbolizaba: un legado cargado de significado, profundamente emocional, que adquirió aún más valor por venir de quien vino. Fue un recordatorio tangible de la conexión y los sentimientos compartidos, algo que lleva consigo una historia y un vínculo difícil de poner en palabras. No pude evitar sentir un nudo en la garganta y tuve que contener las lágrimas, pues ambos regalos, de maneras distintas, lograron tocar fibras muy profundas de mi corazón.
Esos momentos son los que nos recuerdan lo afortunados que somos de contar con personas que no solo nos conocen, sino que también nos entienden en un nivel tan profundo. Esos gestos, por pequeños o grandes que sean, nos dan la certeza de que no estamos solos en el mundo, que hay alguien que ve nuestro ser en toda su complejidad y lo valora.
Al final, son los recuerdos y las conexiones las que nos definen, mucho más que los objetos materiales. Y mientras sostenía ese regalo, con el peso de la emoción aún en el aire, supe que esos momentos, esos vínculos, son los que realmente nos enriquecen y nos acompañan a lo largo de la vida, mucho después de que los objetos hayan perdido su brillo.
Sólo me queda preguntar (como años atrás en el escrito nombrado al inicio de esta):
A ustedes... ¿qué les trajo el niño?