jueves, 19 de junio de 2025

¿Què saben los pitucos?

 

Mirá, te cuento algo que pienso seguido, pero hoy más que nunca, mientras ponía a hervir unos cuajos.

En el pueblo, puede que no sobre la plata. No se tendrán los celulares de última generación, ni ropa de marca, ni vacaciones todos los años. Pero una cosa te digo: miseria, no. Acá la miseria no entra.

Porque aunque falte, nunca estamos solos. Por más que se complique pagar la luz o no alcance para carne todos los días, nadie se muere de hambre. Acá, si tenés ganas de laburar, algo hacés. Agarrás una pala, buscás un pedazo de tierra, aunque sea chico, y sembrás. Con tiempo y paciencia, la tierra devuelve: lechuga, zapallos, tomates, cebolla.

Y si la panza apura, salís al monte con la gomera o con la caña al arroyo, y volvés con algo. Un cuis, una liebre, un pájaro, un bagre. No es un festín, pero es comida. Es dignidad. Saber que te las arreglaste, que no estiraste la mano sin dar pelea.

Pero lo más valioso es que nunca falta quien te dé una mano. Un vecino que te comparte un pedazo de pan, un kilo de harina, un plato caliente. Acá, si tocás una puerta, alguien abre. Aunque tenga poco, aunque también esté contando las monedas. Porque la pobreza acá no se esconde: se acompaña.

La miseria es otra cosa. Es abandono, es que a nadie le importe. Y eso, acá, todavía no lo conocemos. Y mientras siga la costumbre de mirarse a los ojos, de saludarse por el nombre, de ayudar sin esperar nada, la miseria no va a entrar. No va a poder.

Hoy, mientras hervía ese cuajo, pensaba en eso. En cómo se vive distinto cuando uno conoce el valor de las cosas simples. Acá, con poco se hace mucho. Con casi nada, comemos, agradecemos, compartimos.

Se me vino a la cabeza esa frase:


"En un pueblo puede haber pobreza, pero no miseria."

Porque la miseria del alma —la de estar solo, sin que nadie te mire, sin una mano que se tienda— esa no entra donde la tierra todavía da frutos, donde las manos saben trabajar y el vecino no mira para otro lado.

¿Te falta comida? Sembrás. ¿No tenés verdura? Plantás. ¿Tenés hambre? Te las ingeniás: gomera, caña, monte. Y si no tenés ni eso, alguien te alcanza un plato. Te dice "venite a comer", te presta un poco de harina o te da un par de huevos. Nadie se muere de hambre en un pueblo. Porque cuando no hay plata, hay tierra. Y cuando no hay tierra, hay gente.

Y mientras el cuajo burbujea y la cocina se llena de ese olorcito fuerte y familiar, pienso en esa gente de zapatito limpio que no entendería esta escena. Ni el sabor, ni el gesto, ni todo lo que hay detrás.

Pero no importa. Yo sí sé. Y como yo, tantos otros. Y mientras eso siga así, la miseria no va a pasar por acá.

No soy de negar la realidad. Todos lo vemos: hay gente que la pasa mal, muy mal. Que no llega a fin de mes, que no tiene ni para el pan. Eso duele. Pero también me acuerdo de nuestros abuelos. Vinieron de Europa con lo puesto, escapando de guerras. De lugares donde no quedaba ni tierra para sembrar, ni árboles, ni bichos para cazar. Compartían una hogaza de pan entre cinco, caminaban días sin saber si iban a comer.

Y ahí me doy cuenta: lo que muchos hoy llaman "crisis", a veces es solo incomodidad. No cambiar el celular, no salir de vacaciones, ajustar gastos... no es lo mismo que el hambre de verdad. La desesperación de no tener ni una papa para hervir no se parece en nada a no poder salir a cenar afuera.

No lo digo para juzgar a nadie. Lo digo porque esas historias nos enseñan a mirar distinto. A agradecer. A valorar lo que se tiene. A no quejarnos tanto.

Por eso, mientras revuelvo la olla, me siento afortunado. Porque tengo fuego, cocina y memoria. Y porque en este pueblo, aunque falte mucho, nunca falta lo esencial: un poco de tierra, una mano amiga, un alma dispuesta a compartir.

Tuve la suerte y la riqueza de crecer con gente que se preocupó por mí. Que aunque faltara de todo, nunca permitió que faltara un plato en la mesa. Sin lujos, sin marcas, sin viajes... pero con respeto, humildad, un techo y una mesa donde compartir. Esa fue la verdadera herencia.

Y más adelante, la vida me regaló una pareja de amigos que me adoptaron con el alma como a un hijo. Esos que enseñan sin discursos. Una frase de ellos todavía me acompaña:


"Me voy a morir de lo que sea, pero de hambre no lo voy a permitir jamás."

Y ahí entendí que la verdadera riqueza no es comer de todo, sino saber aprovechar los recursos que se tiene para hacerlo. Desde un cuajo hervido con ajo y perejil hasta un plato más sofisticado. Porque no es el precio lo que da sabor. Es la historia. Es el hambre justa. Es saber disfrutar lo simple, y entender que lo verdaderamente importante no viene en envase importado.

¡Qué suerte y qué bendición los que se tomaron el tiempo de criticarme por mostrar un cuajo hirviendo en mi WhatsApp!

 
Benditos sean, porque eso solo significa que nunca les faltó el pan. Que pueden darse el lujo de comer por gusto, y no por la necesidad de alimentarse.
Y si no entienden lo que representa ese cuajo, no importa. Porque yo sí lo entiendo. Y mientras lo siga entendiendo, la miseria no va a entrar por mi puerta.