lunes, 13 de marzo de 2023

Hilario Osuna... el paraguayo.

 

A decir verdad, jamás supe a ciencia cierta de donde era Hilario Osuna. Lo cierto es que allá por los 80s cuando llego al pago, se lo empezó a hacer conocido con el mote de “El Paraguayo”, y como nadie tuvo la posibilidad (o la audacia) de preguntarle, pues, todo quedo en eso.

Se había aquerenciado en una de las islas que quedan entre Campo Andino, Los Cerillos y San Pedro (sobre la laguna homónima), y lo que empezó siendo tan solo un corte de rancho, se transformó con el paso del tiempo en una casa de adobe echa y derecha.

 

Creo que nadie supo jamás si en algún momento estuvo conchabado como puestero o solo llego y se encumbro allí.

Hombre poco afecto a dar charla, recio, parco, aunque pescadores que andaban siempre por la zona, daban por cierto que ante cualquier eventualidad sabían podían contar con la mano siempre dispuesta del paraguayo… para lo que sea.

Mas de uno pasaba de vez en cuando a dejar algún par de pilchas en desuso… un tabaco, papeles, o cualquier tipo de provista que le pudiera ser útil, tan solo a modo de agradecimiento por favores recibidos o a recibir.

El único amigo (si se le puede llamar así) que se le conoció, fue Pocho Amengual, otro medio ermitaño igual que él, y con el que solían compartir extensas jornadas de pescas y aparejos, o mateadas a la sombra de un lapacho antiquísimo, sin que se le escuchara mediar palabras o risas… gente muy rara, los dos.

Nadie sabe con certeza en qué fecha fue realmente, pero sí que de un buen día al otro (como contó alguno que pasaba), en el rancho del paraguayo se comenzaron a hacer ver algunos calzones y otras ropas femeninas colgadas en la soga… de no creer. Hilario Osuna, se había “acoyarao” …

Comentaban los chismosos de siempre, que la “paraguaya” (como se la empezó a conocer en el pago), supo ser la cocinera de la estancia Santa Catalina, allá entre Santa Rosa y Cayasta… pero, como todo chisme y ante la falta de atrevimiento de ir a preguntarle al mismísimo Hilario, el dato se tornaba INCOMPROBABLE.

Se empezó a decir en el pago, que Pocho Amengual había dejado sus visitas a la ranchada del paraguayo pues despertaba en este, manifiestos achares en cuanto a que la dama mencionada era poseedora de ciertos encantos que hacían que Hilario comenzara a ver con cierto desagrado las miradas dedicadas por su otrora amigo.

Así fue que no tan solo Pocho dejó de pasar de vez en cuando, sino que todo aquel que alguna vez supo andar, aunque sea cerca del rancho, también se cuidara de hacerlo pues en apariencia aquellos ataques de celos eran cada vez más frecuentes e infundados.

Debido a la gran sequía imperante, aquellos citadinos o pueblerinos pescadores de fin de semana que solían hacerlo en la zona, dejaron de ir por un tiempo bastante extenso debido a la falta de agua acorde para una correcta navegación, y su consiguiente escasez de presas.

Lo cierto es que ese sábado en particular, había decidido salir a ventear por allí, un poco para dar marcha al motor de la lancha, otro para ver cómo estaba la laguna y ¿por qué no?, escaparme de la apacibilidad de la vida pueblerina.

La bajante pronunciada y la falta de lluvias, habían causado verdaderos estragos en la zona. Pastizales que se quebraban al peso del pie, de secos. Islas yermas y desoladas completamente.  Osamentas de animales por doquier, la gran mayoría denotaban que habían tenido una espantosa muerte, empantanados en lo que otrora fuere un ojo de agua...

Comencé a buscar los canales en los cuales pudiera navegar tranquilamente, y sin darme cuenta me fui metiendo cada vez más dentro de los diversos islotes que se habían formado, hasta quedar varado en un gran banco de arena.

Empezaba a atardecer y fueron infructuosos mis esfuerzos por tratar de desencallar mi lancha. Me volví un instante para el poniente y le calculé un poco más de una hora de luz, tiempo más que suficiente para tratar de pasar por entre la espadaña seca y acercarme lo más posible a la orilla de la laguna.

El paso Alberdi estaba seco (según me habían comentado), así que tranquilamente por allí podría ganar el campo y salir, ya de noche, al camino grande que va para la media luna.

Así fue que hice lo más sensato que podría haber echo, cargue la 12 a la espalda y aseguré desde las cornamusas la lancha a la costa (por si la providencia divina hiciera que lloviese durante la noche y eso posibilitara el destrabe de mi casco), y empecé a desandar camino, a los sopapos con la mosquitada que, pese a la seca, era abundante.

No más de quince minutos de andar comencé a sentir un olor, si se quiere dulzón, de carne cocida y recordé que no muy lejos de allí estaba el rancho de los paraguayos.

Pensaba en pedirle si me podría dar una mano con su bote, ya sea para tratar de entre ambos poder sacar mi lancha de donde estaba, o al menos acercarme hasta Campo Andino o San Pedro, y ya mañana tratar de ir a recuperar mi embarcación, aunque tratando de no abusar de la generosidad de gauchada tantas veces manifiesta.

Pero caí en cuenta lo que se venía comentando desde hacía mucho tiempo a esta parte, de lo renuente que estaba Hilario, a recibir personas desde que estaba en pareja, pero debía intentarlo al menos.

Un poco más allá de la curva de Mendieta, donde siempre los carrizales eran punto obligatorio para poner mis tramperos con postas, me encontré en el limpio de la loma con todo el pastizal revuelto y aplastado, en donde hallé signos inequívocos de que animal o humano había dado cuenta de alguna presa mayor (si me guiaba por la cantidad de sangre encontrada).

En mi afán de tratar de quizá adivinar un poco me puse a observar toda la escena…

Humanos eran los cazadores, pues había unos restos de jirones de trapos (quizá los usaron para limpiarse la sangre de las manos con ellos), y con perros, las huellas los delataban. Lo que no logre adivinar fue a que animal había dado caza, pero los restos de sangre indicaban claramente que al menos un chancho grande, o quizá debían haber cuatrereado un novillo… vaya uno a saber.

No encontré más rastros, seguramente lo habían cargado para carnearlo en algún otro lado, evitando que de haber algún puma en la zona se sintiera atraído por el fuerte olor a sangre… lo cual me llevaba a recordar que yo me encontraba parado justo en medio de ella en ese preciso instante. 

Vadeé lo que en épocas normales sería el cauce del Yaro iará y puse pie en tierra de la isla del paraguayo cuando el sol ya estaba entrando de lleno en el poniente.

El viento norte reinante me traía directamente el olor a humo de leña… y un venteo de carne asándose. De a ratos se escuchaban los acordes emitidos por una radio, así que supuse que Hilario estaba en su rancho.

Rumbie por la costa, tratando de ir haciendo el mayor ruido posible. Sabido es que el hombre islero no es muy afecto a las sorpresas, y quienes andamos generalmente por ellas sabemos que un revolver a la cintura, una escopeta cargada cercana, o una simple fija de pescados, nos pueden arruinar una apacible jornada, si no nos vamos anunciando con anterioridad. 

La perrada estaba entretenida con algunos huesos, un poco más allá de donde la lumbre del fuego los podía alcanzar, de no haber sido así, seguramente me hubieran pegado la atropellada apenas llegué; apenas corrí con mis brazos aquellos vestidos colgados en la soga.

Lo encontré acuclillado al lado del fuego, intentando encenderse con las brasas un cigarro armado. Seguramente ha sido el tirador que escuche un par de horas atrás, y por los restos de la carneada y el costillar estaqueado al fuego, había sido bastante provechosa la caza.

Contesto mi saludo casi con un gruñido gutural, fue más bien un acto reflejo que un saludo en sí.

Me invito a acercarme, y mientras escuchaba mi pormenorizado relato de lo acontecido en esa tarde, iba acomodando una pava ennegrecida de hollín al fuego para despuntar unos amargos.

Me aconsejo pasar a noche allí, y por la mañana temprano podríamos acercarnos a ver de dar solución a mi asunto. La verdad, en otro momento la idea no me hubiera disgustado, pero la realidad es que mi familia siquiera sabía de mi incursión náutica, y seguramente mi tardanza les acarrearía más de una preocupación, así que tuve que desistir de su invitación.

Convenimos que al estar tan próximo el costillar que se estaba asando, sería una picardía dejarlo en ese momento (con el consiguiente peligro de que los perros hicieran provecho de él), así que después de una ociosa cena, me acercaría hasta la costa misma de San Pedro, desde donde podría llegar a mi casa con mayor facilidad.

Un poco más allá de donde estaba la jauría de perros que acompañaban siempre al paraguayo, se podía vislumbrar un cuero recién estaqueado, aunque la distancia, la oscuridad reinante, y la poca lumbre que llegaba, no me permitía saber realmente de que animal se trataba.

Infructuosamente trataba de adivinar (por el formato de aquel costillar) de que trataba la caza, no podía reconocer aquellos huesos a simple vista y la poca charla de parte de mi interlocutor (y su justificada fama de parco) no me permitían el atrevimiento de la consulta.

Quizá algún ternero extraviado, un mamoncito flaco que escapara de la vista de quienes habían retirado toda la hacienda de aquel paraje. Aunque demasiado chico tal vez…

¿Un guazuncho?, ¿un ciervo?, en fin. Suelo hacer ese tipo de juegos en mi cabeza, no se… me siento quizá Sherlock Holmes… o tal vez nuestro más cercano, aunque poco conocido, Don Frutos Gómez, hijo directo de la buena pluma de VELMIRO AYALA GAUNA.

Moría por ganas de preguntarle qué opinión le merecía la repentina e injustificada desaparición de Pocho Amengual, que, sin mediar palabras ni explicación alguna a nadie, desapareció de su ranchada, de su isla, solo llevándose su bote, lo puesto y su escopeta. Pero, la poca predisposición del paraguayo, y el faltante del cumplimiento de la gauchada aun por hacer (acercarme hasta la costa), me hicieron desistir de semejante atrevimiento.

La noche se estaba apoderando de las islas… a lo lejos, algún fuera de borda anunciaba una entrada o una salida nocturna. De haber tenido una cámara, me hubiese gustado retratar aquel preciso momento. El fuego encendido, al agua corriendo. Un costillar a medio hacer sobre un par de estacas clavadas debajo de un añoso lapacho.

 Debajo del alero del rancho, algunas lonjas de carne recién carneada, cubierta de sales, y a la espera del sol fuerte de la mañana siguiente para charquear.

Más allá de donde daba la claridad del fuego, una decena de otrora cimarrones perros, ya domesticados por el paraguayo, rezongándose los últimos vestigios de la carneada.

Colgando de la punta de la cumbrera, dos sendos frascos con una extraña grasa recién derretida… quizá demasiada amarilla para mi gusto…

Detrás del estero grande, los caraus habían comenzado con su infaltable serenata nocturna, y un demorado chiflón lagunero paseaba su majestuosidad solo un par de metros por encima nuestro, seguramente buscando la dormidera.

El bote a medio subir del explayado que daba al “canal gordo” de la laguna, y apoyada sobre la mesa… la yuxtapuesta, que seguramente había ayudado a lograr una comida como aquella.

Me incorpore de mi improvisado asiento de tronco, a fin de estirar un poco las piernas. Me había comenzado a inquietar de repente y sin saber bien por qué.

En un arrebato, uno de aquellos bravos perros se paró justo frente a mí, atropellándome, mostrándome su hilera desafiante de colmillos y su pelo del lomo más parecido a un cepillo de cerdas que a un suave manto.

-JUIRA PERRO! –Vocifero el paraguayo a la vez que le arrojaba a este un tizón encendido- disculpe Ud.…- esgrimió, quizá avergonzado.

-No pasa nada- argumente mientras trataba de reponerme de aquel momento- bravos los chungos…. ¿ah?

Hilario solo se encogió de hombros…

-Pasa que ya han mordido… y cuando el animal prueba la sangre cristiana… ya nunca puede volver atrás, la desea... la necesita. - una explicación que me causo toda la impresión de querer llevarme un poco de miedo quizá. O tal vez un atisbo de broma de parte de mi interlocutor. Jamás podre averiguarlo…

Encendí un cigarrillo y le acerqué uno a mi improvisado anfitrión. Me sentía un tanto mareado; quizá un poco insolado, quizá mucho tiempo sentado en una mala posición, no lo sé. Lo cierto es que aquel olor dulzón de aquella carne asándose comenzó a desagradarme profundamente.

Cercano a la orilla, me puse a repasar todos mis momentos, mi día, de cómo acabé en aquel lugar.

No sé bien que fue exactamente… lo cierto es que mi cuerpo comenzó a experimentar una extraña sensación. Fue algo así como cuando niños debíamos apagar la luz y caminar esos dos o tres metros hasta llegar a nuestras camas. Un infundado sobresalto en el pecho, no sabría cómo explicarlo.

Giré mi vista hacia un lado y me puse a observar a la distancia con cierto detenimiento la escopeta apoyada sobre la mesa. Extrañamente me pareció conocida… sobre todo el guardamano.

Engarzaba una piedra en uno de sus laterales, cosa que no es muy común entre los cazadores, sabiendo que al palparla puede resultar un tanto incomoda luego de un tiempo disparando.

Lo extraño de todo ello, es que jamás había visto al paraguayo con arma similar… pero podría jurar que si conocía esa en particular. En fin…

La perrada se había comenzado a alborotar más de lo habitual, y tuvo Hilario que rezongar un par de veces, vociferando cosas ininteligibles para calmarlos… aun así, continuaron con una sarta de gruñidos apagados entre ellos.

Ese olor dulzón de la carne había comenzado a descomponerme ya…

En todo el cuadro había algo que no estaba del todo centrado y no podía adivinar que era…

 

Esos frascos con la extraña grasa, demasiada amarilla para ser pella, quizá muy viscosa para ser vacuna…Ese costillar al fuego…Hilario que observaba todos y cada uno de mis movimientos…

Mi vista se había acostumbrado a la nocturnidad, y podía ver a la distancia en que nos encontrábamos el movimiento de sus ojos siguiendo mis pasos.

Más allá de la perrada, ese extraño cuero estaqueado. No me quería acercar para no incomodar a la jauría.

Terminé mi cigarrillo y con la brasa del primero, encendí otro. Me fui acercando lentamente hacia donde había sido mi improvisado asiento. Tanteé la 12 que había dejado apoyada allí, y me sentí un tanto más seguro.

Había un algo que no cuadraba, y todo mi cuerpo me había comenzado a decir:

-          Salí de ahí… salí de ahísalí de ahísalí de ahí…

 

Termine mi cigarrillo y aspire profundamente un poco de aire fresco…

Hacia un poco más de una hora que me encontraba allí, la oscuridad de la noche se había apoderado de todo el pago… la única lumbre que teníamos era la del fuego que crepitaba asando ese costillar.

El patio y aquel rancho estaban completamente a oscuras… el fuego señalaba a la distancia un destello rojo en los ojos de los perros, y sus sombras grotescas completaban aquella dantesca escena… como para despertar en mí, miedos y fobias ocultas que creía extintos.

Los únicos sonidos que recordaba, eran los gruñidos de mi poco cordial anfitrión, mezclado con los de sus mismos perros.

El rancho estaba completamente a oscuras y en silencio…

La ropa “seca” aún continuaba colgada y ahumándose…

Ese olor dulzón de la carne, aquellos frascos…

La paraguaya no había dado señales en todo ese tiempo que estuve allí presente, y aquel rancho continuaba a oscuras…

Podría asegurar que aquella escopeta sobre la mesa yo la he visto… varias veces, en manos de su propietario. EL POCHO AMENGUAL… al único que la piedra no podía molestarle, porque venía a ocupar justo el faltante de aquel dedo pulgar izquierdo que había perdido hacia años. La misma escopeta con la cual “supuestamente” se había ido, solo él y su lancha.

 

Quiso la providencia que unos perdidos y desorientados pescadores esperancinos, atinaran a pasar justo por allí y viendo el fuego, se arrimaran en busca de información. Gentilmente me ofrecí a efectuarles de guía, para sacarlos y sacarme a mí, de aquella situación.

Me disculpe con el paraguayo ya casi con un pie dentro de la lancha ajena. Alcance a observar justo cuando un perro colorado, se había apoderado de un largo hueso por entre los demás.

Entonces como si de un cuento de Sherlock o de Don Frutos se tratara, todo comenzó a aclararse para mí....

Demasiado grueso para ser de ciervo, demasiado flaco para ser vacuno… demasiado justo…

para no ser humano…

 




Terminamos de escuchar mis primos y yo, todo aquel relato que nos contara el abuelo, muertos de intriga, y seguros de que solo se trataba de una fábula bien pergeñada.

Lo cierto es que las crónicas de aquella época, relatan de la inexplicable desaparición de personas en esa zona puntual de las islas.

Y de cómo sus cuerpos jamás fueron encontrados.

¿La isla? Podes buscarla en la zona como la del paraguayo.

pe ho'úva yvypóra ro'o