Tengo 50 años. He vivido muchas cosas, algunas dulces, otras durísimas, pero hay una herida que no deja de doler, que late en silencio incluso en los días más tranquilos: mi relación con mis hijas.
No es fácil hablar de esto. A veces siento que, al nombrarlo, lo vuelvo más real. Pero el silencio también pesa. Y hoy, necesito decirlo.
Con las dos mayores, conversar se ha vuelto extraño. Las amo, por supuesto, de un modo profundo y definitivo. Pero hablar con ellas es como hablar desde otra orilla, separados por un río invisible. Las palabras cruzan, sí… pero llegan desdibujadas, frías, como si se perdieran por el camino. Hay amor, pero también hay distancia. Y eso duele más que cualquier pelea.
La mayor está lejos. Tal vez por eso su ausencia se nota más. Me escribe de vez en cuando, y yo agradezco cada mensaje como si fuera un tesoro. Pero no puedo evitar sentir que soy, en su vida, un actor secundario. Un recuerdo amable, pero lejano. No la culpo. Tiene su vida, sus prioridades. Y entiendo -porque he vivido lo suficiente y entiendo mi parte del asunto también- que los padres no siempre estamos en el centro. Pero aun entendiendo… hay algo que se rompe igual.
La segunda vive más cerca (es verdad). Nos hemos cruzado más. Ha habido momentos de cierto acercamiento. Pero también esa sensación de que solo se me busca cuando se necesita algo. Tal vez no sea así. Tal vez es una lectura mía, herida. Pero esa es la sensación, y pesa.
Y la tercera… con ella no hay relación. Solo distancia. Solo silencio. Hubo situaciones difíciles, duras, hasta legales. Me dolieron profundamente. Me dolió que pasara a mi lado sin mirarme, como si yo no existiera. Y me dolió que yo, en respuesta, haya hecho lo mismo. Fue desleal conmigo. Y, sin embargo, no hay día en que no la piense. No hay día en que no me sorprenda queriéndola en silencio.
¿Qué fue lo que quise
dejarles, a cada una?
Algo simple, aunque hoy me doy cuenta de que quizá no tan fácil: que la familia
debía ser un refugio. Que el respeto, la lealtad, el amor -incluso en medio del caos- eran los verdaderos pilares de una vida. Tal vez no supe cómo
transmitirlo. O tal vez ellas no quisieron recibirlo. No lo sé. Pero lo
intenté. Dios sabe que lo intenté.
Hubo momentos que no olvido. Momentos donde sentí que algo se quebraba y que ya no iba a poder volver atrás (los ejemplos me los guardo para mi). ¿Cómo se sigue después de eso? ¿Cómo se reconstruye lo que parece arrasado? No tengo respuestas. Solo el deseo, callado pero firme, de que no todo esté perdido.
No escribo esto para hacerme la víctima. Ni para señalar a nadie. Lo escribo porque ya no sé cómo decirlo de frente. Porque a veces el papel -o la pantalla- permite lo que la voz no puede. Porque necesito que, si algún día no estoy, quede este rastro. Esta constancia de que, a pesar de todo, siempre las amé. De una manera a veces torpe, a veces ciega, pero real.
Porque, aunque nuestras charlas sean raras, aunque las distancias se vuelvan océanos, aunque las heridas sigan abiertas… lo que siento no se va. Y si alguna de ellas, algún día, encuentra estas palabras, tal vez entienda que incluso en medio del silencio, yo siempre estuve.