Hace un par de semanas, fui invitado al Centro de Observadores del Espacio (CODE) para participar en una reunión estilo Café Literario. La invitación me la extendió la gente de la Asociación de Filosofía Argentina (ADFA), delegación Santa Fe, de la cual tengo el honor de ser vocal honorario. Como el temario era abierto y se me permitió tomar la palabra por ser el invitado de ese día, comencé con una presentación breve y concisa. Luego, inicié un debate con los presentes, invitándolos a reflexionar sobre algunas ideas propias que me rondaban la cabeza por esos días. Es un hecho que las personas cambiamos permanentemente, a veces para bien, a veces por las enseñanzas de la vida...
Lo que realmente me asombró fue la capacidad de pensamiento crítico y filosófico de algunos de los asistentes. Me impactó ver cómo la juventud (una parte) se adentra en las profundidades del pensamiento humano y se esfuerza por elevarlo. Es un recordatorio de que, a pesar de las distracciones de la vida moderna, todavía hay mentes jóvenes dispuestas a explorar ideas complejas y a buscar un sentido más profundo. Ver esa curiosidad genuina y esa chispa de análisis en sus ojos fue, sin duda, un momento gratificante que confirma que la reflexión y el diálogo siguen siendo herramientas poderosas para el crecimiento personal y colectivo.
Nuestras ideas no son estáticas; son como un río que fluye, y necesitan el roce con otras mentes para no estancarse. El pensamiento individual, por brillante que sea, se vuelve frágil sin el contraste. Se corre el riesgo de caer en la certeza dogmática, en la convicción de que solo existe una verdad: la propia. Pero en el intercambio, en el debate respetuoso, es donde se construyen puentes y se derriban muros. El valor no está solo en lo que uno dice, sino en la capacidad de escuchar y de permitir que una idea ajena nos enriquezca. No es signo de debilidad cambiar de opinión, sino de fortaleza mental.
Quizás la filosofía no sea otra cosa que la búsqueda incesante de la trascendencia. La necesidad humana de ir más allá de lo cotidiano, de la rutina, de las preocupaciones materiales. Queremos entender por qué estamos aquí, cuál es nuestro propósito. No se trata de encontrar respuestas absolutas, sino de formular las preguntas correctas. El ser humano está hecho para el asombro y para la curiosidad, y es esa chispa la que nos empuja a no conformarnos con lo evidente. Al final del día, el pensamiento filosófico es una forma de libertad: la libertad de la mente para explorar, para dudar y para soñar.
En ese encuentro, me di cuenta de que el alma del diálogo reside en la humildad. Nadie tiene todas las respuestas, y la belleza de la conversación reside precisamente en ese reconocimiento. Es un baile de ideas, donde cada uno aporta su paso, su perspectiva, sin pretender tener la coreografía completa. El verdadero aprendizaje no sucede cuando alguien te da una respuesta, sino cuando te ayuda a encontrar la pregunta. Es un proceso de co-creación, donde cada persona contribuye a un entendimiento más vasto, más rico que el que podría haber alcanzado por sí misma. El diálogo nos hace más humanos.
A menudo, pensamos en la lucha como algo ruidoso, con batallas y conflictos. Pero la lucha más importante, la que nos define, es silenciosa. Es la que se da dentro de nosotros, cuando confrontamos nuestros propios prejuicios, cuando desafiamos una creencia que teníamos por cierta, o cuando intentamos dar sentido a una experiencia difícil. Cada vez que elegimos el camino de la reflexión sobre el de la reacción, estamos ganando una pequeña batalla. Y la filosofía es la herramienta que nos prepara para ese combate interior, dándonos las armas para pensar con claridad y para entender que, al final, el crecimiento más significativo siempre es el que sucede de forma silenciosa, en las profundidades de nuestra mente.