A los 51 años, uno cree que el tiempo ya ha enseñado casi todo: a reconocer lo que suma, a dejar ir lo que resta, a distinguir entre lo que se desea y lo que duele. Con los años se aprende a leer silencios, a notar grietas, a entender cuándo algo empieza a pesar más de lo que aporta. Y aun así, por más experiencia que se crea tener, hay momentos en que la vida vuelve a desarmarlo a uno por dentro, recordándole que la vulnerabilidad nunca se pierde del todo.