domingo, 28 de julio de 2024

El Corralon....

Era una tarde gris en la ciudad cuando Pablo, se dirigió a la casa de un viejo amigo para una reunión largamente pospuesta. Ansiaba ese encuentro con la esperanza de reconectar con viejas amistades. La lluvia comenzó a caer justo cuando llegaba, y rápidamente movió su auto bajo el alero de una antigua estación de servicio abandonada, ahora usada como cochera.

La reunión transcurrió entre risas y anécdotas, hasta que salieron a despedirse y Pablo notó con horror que su auto no estaba. No pensó en robo; lo primero que le vino a la mente fue la grúa municipal. Uno de sus amigos confirmó haber visto cómo se lo llevaban, pero, desconcertantemente, no había vuelto sobre el tema, pues supuso que simplemente no habría sido su auto, pues no prestó atención cuando lo menciono durante el trascurso de aquella velada.

Decidido a recuperar su vehículo, Pablo se dirigió al corralón de la municipalidad. El lugar, una maraña de burocracia y corrupción, parecía diseñado para frustrar a cualquiera.

Desde el momento en que ingresó al corralón, los empleados lo miraron con una mezcla de desdén y burla. Uno de ellos, un hombre de mediana edad con una sonrisa sardónica y ojos fríos, lo saludó con un tono que destilaba condescendencia.

- ¿Qué te trae por aquí, campeón? - dijo, claramente disfrutando de la incomodidad de Pablo.

Pablo explicó su situación, pero las respuestas que recibió fueron lentas y cargadas de sarcasmo.

-Ah, sí, tu auto... Bueno, quién sabe dónde estará. Tal vez lo encuentres, tal vez no- decían mientras se reían entre ellos. Cada pregunta que hacía Pablo era recibida con miradas de complicidad entre los empleados, como si su angustia fuera un entretenimiento más para ellos.

Después de lo que parecieron horas de ser ignorado, desviado y tratado como una molestia, Pablo finalmente logró recuperar su auto. El parabrisas estaba cubierto de una fina capa de polvo.

Los rayones y abollones al paragolpes delantero, fruto de antiguas (y propias) maniobras descuidadas, parecían más graves en aquel momento de frustración.

No dispuesto a dejar pasar la oportunidad de hacer un escándalo, Pablo volvió al corralón fingiendo indignación por aquellos daños.

Aprovechando un descuido del personal de seguridad que se aprestaba a cerrar el portón de acceso principal, Pablo se coló nuevamente, para luego subir las escaleras e ir nuevamente hacia aquellas oficinas en donde había sido maltratado.

Sus reclamos fueron recibidos con más desdén. Le dijeron que hiciera el reclamo en la municipalidad, donde un seguro de tan solo cincuenta y cuatro mil pesos cubriría los daños. Una suma ridículamente baja para efectuar cualquier tipo de reparación.

Dos empleados, le indicaron como llegar hasta una salida de servicio, ya que el portón principal estaba cerrado.

Al salir, un escobillón cayó delante de él. Se agachó a recogerlo justo cuando un repartidor de bebidas entraba con dos barriles de cerveza. Sorprendido, le ofreció ayuda para abrir la puerta. El repartidor, un hombre corpulento, le preguntó si era nuevo allí. Pablo fingió ser un empleado reciente, barriendo el lugar, mientras el repartidor comentaba sobre una fiesta pues era con estos dos barriles ya mucha bebida entregada desde esa mañana.

Dispuesto a indagar un poco más, a sabiendas de que no es normal que haya una fiesta con bebidas alcohólicas en dependencias municipales, Pablo continuo con su mentira, ofreciéndose a ayudarle mientras el personal de reparto avanzaba con su carga.

Decidió aprovechar la situación, saco su teléfono e intento fotografiar discretamente todo el proceso.

Algunos empleados que él no había visto durante sus reclamos, acomodaban papeles y comentaban sobre “la despedida”, mientras él deambulaba con el escobillón.

Ya bien avanzada aquella fiesta, Pablo aun continuaba dentro del corralón, escabulléndose para no ser descubierto, viendo y tratando de dar registro a todo lo que allí acontecía.

En medio de la fiesta, mientras las risas y la música llenaban el ambiente, un sonido sordo resonó en el pasillo adyacente a la sala principal. Todos se giraron hacia la puerta, curiosos y algo alarmados. Una botella de licor había caído de una mesa auxiliar, derramando su contenido en el suelo. Uno de los empleados, con una expresión de irritación, se levantó rápidamente para ir a limpiar el desastre.

—¿Quién dejó esto aquí? —murmuró, tratando de juntar los vidrios rotos.

Mientras la fiesta continuaba, otro de los empleados se dirigió para buscar un cesto donde tirar aquellos vidrios rotos a la sala de monitoreo, donde solían guardar los suministros de limpieza. Al entrar, sus ojos se posaron en las pantallas, casi como al descuido, que mostraban las imágenes de las cámaras de seguridad. Al principio, no prestó mucha atención, pero algo en una de las imágenes llamó su atención. Allí, en el monitor, vio a un hombre deambulando con un escobillón en mano. Era Pablo, el reclamante del auto, moviéndose con una mezcla de propósito y cautela. Intrigado y algo alarmado, llamó a sus compañeros para que también lo vieran. En cuestión de segundos, el descubrimiento de Pablo en las cámaras se convirtió en el centro de atención, desviando la atención de la fiesta y generando un murmullo de sorpresa y preocupación.

La jefa del grupo, notó la creciente inquietud entre los presentes y decidió tomar cartas en el asunto. La situación se estaba complicando más de lo que había previsto. No solo estaban lidiando con un reclamante problemático, sino que ahora éste tenía evidencia visual de lo que allí acontecía.

—¿Qué hacemos? —preguntó uno de los empleados, con un tono de urgencia en su voz.

Sabía que debían actuar con rapidez y discreción. No podían permitirse un escándalo, menos aún con la presencia de cámaras que podrían registrar cualquier movimiento en falso. Tomó una decisión rápida.

—Tenemos que hablar con él y resolver esto de una vez —dijo con determinación—. No podemos permitir que esto salga de aquí.

Cuando fueron hacia el e intentaron detenerlo, éste desarmó rápidamente el escobillón, adoptando una pose defensiva que parecía sacada de una película de artes marciales, y entonces nadie se atrevió a acercarse.

Pablo comenzó a recriminarles a viva voz sobre todo lo visto y oído. Amenazo con denunciarlos a todos y a cada uno, sugiriéndoles que tenia las pruebas en aquel teléfono, teléfono que por mas que intentaran quitarle y/o romperlo, él se había previamente encargado de subir todas y cada una de las pruebas a la nube, generando así un desconcierto entre quienes lo oían.

La jefa, una mujer corpulenta, quizá en edad de jubilarse, pero que aún conservaba cierta belleza, se acercó con una mezcla de seducción y desesperación. Intentó convencerlo de que olvidara todo, incluso (quizá producto de la ingesta alcohólica a la cual venia sometiendo su cuerpo desde hacía un poco más de una hora y media) sugiriendo hasta un encuentro íntimo para convencerlo a borrar aquellas fotos que el aseguraba estaba tomando de lo acontecido allí. Pablo rechazó sus avances y le recordó que las fotos ya estaban subidas a la nube, asegurando aún más su posición.

Una mujer policía, parte de la fiesta y, por ende, de aquel grupo corrupto, intervino. Pablo le recordó que (entre otras varias cosas) estaba cometiendo un delito al ser cómplice de la privación ilegítima de su libertad si no le permitían marcharse. Le advirtió sobre las consecuencias para su carrera y vida familiar.

El clima se había comenzado a poner tenso en demasía…

Aquella mujer, quedó inmóvil por un momento, observando a Pablo con una mezcla de sorpresa y duda. Las palabras de Pablo resonaron en su mente, y no pudo evitar imaginar las repercusiones de sus acciones. Visualizó cómo su expediente, manchado por un escándalo, arruinaría sus posibilidades de ascenso, y la mirada decepcionada de su hija cuando supiera que su madre estaba involucrada en actividades corruptas. Sintió un nudo en el estómago.

—¿Qué harías tú en mi lugar? —preguntó finalmente, su voz temblando ligeramente, traicionando su intento de mantener la compostura.

—Yo haría lo correcto, Oficial Marcela —respondió Pablo con firmeza leyendo la placa de identificación pegada a su uniforme—. No vale la pena arruinar tu vida y tu carrera por proteger a personas que no dudarían en traicionarte si las cosas se complican. Ayúdame a salir de aquí y nadie más tendrá que saberlo.

Marcela respiró hondo, tratando de calmarse. Sabía que Pablo tenía razón. Miró a sus compañeros, algunos ya visiblemente incómodos, otros manteniendo sus expresiones despectivas. Sabía que convencerlos no sería fácil, pero también que sus carreras estaban en juego.

—Escuchen —dijo, elevando la voz para captar la atención del grupo—. No podemos seguir con esto. Si este hombre se va de aquí y cuenta lo que sabe, todos estamos en problemas. ¿Queremos realmente arriesgarnos a perder nuestros trabajos y más? —Hizo una pausa, buscando sus reacciones—. Pero tampoco podemos mantenerlo cautivo. Ya hemos hecho suficiente. Arreglemos esto ahora antes de que sea demasiado tarde.

Hubo un murmullo de descontento, pero también de acuerdo entre algunos de los presentes. Marcela se volvió hacia Pablo.

—Vamos a encontrar una solución —dijo con determinación—. Te daremos el seguro de alguno de nuestros propios vehículos y haremos que todo parezca un accidente. Pero debes prometer que no dirás nada de lo que has visto aquí.

Pablo asintió, sintiendo una mezcla de alivio y victoria. Sabía que Marcela había tomado una decisión difícil, y su acción podría ser el primer paso hacia un cambio mayor en aquel entorno corrupto.

Finalmente, acordaron que la jefa utilizaría su propio seguro de auto para cubrir los daños, fingiendo que ella había chocado su vehículo.

Después de llegar a un acuerdo con la jefa del corralón, que incluía un encuentro personal, una vez solucionado todo el tema, Pablo se sentía aliviado de haber recuperado su auto y su libertad. Sin embargo, mientras conducía por las calles iluminadas de la ciudad, la realidad de lo que había prometido comenzó a pesar sobre él. Sabía que nunca había tenido la intención de asistir a aquel encuentro.

Con el acuerdo sellado, Pablo salió del corralón, sintiendo una extraña victoria sobre el sistema.

Algunas semanas después, ya retirado su vehículo del taller, mientras su reloj le indicaba que, a esa hora, aquella mujer seguramente lo estaría esperando en el lugar acordado, estaciono el auto en una esquina tranquila y miró su teléfono, consciente de que estaba evitando con ello un mal aun mayor.

Con un suspiro profundo, Pablo marcó el número de aquella, sintiendo el peso de la situación. Cuando ella respondió, su voz estaba llena de una expectativa que sólo aumentaba su incomodidad.

—Hola, soy Pablo —dijo, tratando de mantener la calma—. Quería hablar contigo sobre el encuentro de esta noche. Mira, lo siento mucho, pero no puedo ir. Lo acordamos en un momento de tensión y desesperación, pero no puedo seguir adelante con esto. Agradezco lo que hiciste para ayudarme a recuperar mi auto, y lamento cualquier inconveniente.

La línea quedó en silencio por un momento, antes de que ella respondiera con un tono que fluctuaba entre la sorpresa y la frustración.

—Entiendo, Pablo —dijo finalmente— No te preocupes, no habrá más problemas con tu auto. Cuídate.

Pablo colgó, sintiéndose aliviado, pero también consciente de que había puesto fin a una complicada trama de engaños. Mientras arrancaba el auto y se alejaba, no pudo evitar pensar en cómo las decisiones desesperadas pueden llevar a situaciones inesperadas y complicadas.

Sabía que a partir de ese momento tendría que ser cauteloso al estacionar, o tan solo deambular con su vehículo, evitando futuras represalias, ya que no podía entregar las fotos, pues estas jamás existieron.

Su teléfono estaba sin batería ese día y la verdad era de que el tan solo se había perdido buscando la salida, para luego entrar en un laberinto de engaños y corrupciones cotidianas, tan solo para zafar aquel día de aquella situación.