En momentos de profunda tristeza y dolor, cuando la vida nos pone ante desafíos tan grandes como la pérdida o el sufrimiento de un ser querido, uno espera que las personas que nos rodean, especialmente aquellas con las que compartimos un entorno cercano, ofrezcan comprensión y apoyo. Sin embargo, a veces nos encontramos con la cruda realidad de que la empatía no siempre está presente en el lugar donde más la necesitamos.
Recientemente, me enfrenté a una situación muy difícil. Un ser querido atraviesa un proceso terminal y la angustia que esto genera en mí es profunda. El miedo, el dolor y la incertidumbre son emociones con las que lucho día a día, pero, aun así, uno espera que quienes nos rodean puedan, al menos, ofrecer un poco de apoyo emocional, aunque sea en forma de un simple "te entiendo" o un "estoy aquí si me necesitas". Sin embargo, lo que recibí de algunas personas, fue una indiferencia que me dejó desconcertado.
La empatía parece ser un bien escaso cuando no estamos viviendo la misma situación. Me di cuenta de que, aunque todos somos humanos y todos pasamos por momentos difíciles en la vida, no siempre sabemos cómo reaccionar ante el dolor ajeno. La incomodidad, la falta de comprensión y, en algunos casos, la incapacidad de conectar con el sufrimiento de otro, hace que muchos prefieran mantenerse al margen. Es más fácil, tal vez, seguir adelante con la rutina, ignorar el dolor del otro y evitar enfrentarse a una realidad tan compleja.
Sin embargo, lo que me duele profundamente es que la empatía, en su verdadera esencia, debería ser una práctica de humanidad, no un acto condicionado a nuestra propia experiencia. Cuando nos sucede algo, es natural buscar consuelo, pero ¿por qué esperar que los demás actúen solo cuando estamos nosotros en el centro de la situación? ¿Por qué nos cuesta tanto ser empáticos con los demás hasta que no somos nosotros quienes estamos atravesando un dolor similar?
No se trata de esperar que las personas comprendan todo lo que estamos viviendo, sino de que, al menos, haya un intento genuino por conectar, por escuchar y por ofrecer apoyo de una manera que no minimice lo que estamos sintiendo. A veces, el simple acto de estar allí, aunque sea en silencio, puede ser más reconfortante que mil palabras vacías.
Quizás esta experiencia me sirva para reflexionar sobre cómo yo mismo/a quiero ser más empático/a con los demás, para ser más consciente de las necesidades emocionales de quienes me rodean. Porque al final, la verdadera empatía no depende de lo que nos pasa a nosotros, sino de la capacidad de reconocer el sufrimiento ajeno y estar dispuestos a ofrecer algo de nuestro ser para aliviarlo, aunque sea un poco.
Es cierto que a veces nos cuesta ponernos en el lugar del otro, pero la vida nos da muchas oportunidades para practicarlo. Y si algo he aprendido de este dolor es que la empatía, aunque no siempre se recibe, siempre debe ser ofrecida, porque todos necesitamos de ella en algún momento.