Malditos, mil veces malditos,
aquellos que sabemos, en los gestos, lo que las palabras callan.
Los que sentimos, sin necesidad de bandera a cuadros, que la carrera ya
terminó.
Malditos, mil veces malditos… cuando, con una mirada, entendemos que nos
dejaron atrás, porque no hace falta nada más.
Los que no necesitamos palabras para saber que el espacio ya no es el mismo,
aunque los metros no cambien.
Malditos, mil veces malditos, los que miramos sin ver, que esperamos sin
esperanza, que amamos sin sentir que somos amados con la misma intensidad que otrora.
Los que ya no contamos los días, porque sabemos que el reloj no importa; cada
día es uno más que no volverá.
Malditos, mil veces malditos,
los que dejamos de buscar, porque ya no hay nadie que nos busque.
Los que dejamos de esperar un roce, porque el roce ya no es caricia, solo
costumbre, y la costumbre, aunque no duela, ya no alienta.
Malditos, mil veces malditos, los que leemos en los silencios y entendemos
que las promesas se deshacen como humo, que no hace falta prometer nada para
saber que lo que se rompió ya no tiene arreglo.
Algo tan frágil como un suspiro perdido en el aire, algo que, al ser nombrado,
se desvanece.
Los que, al mirar a esos ojos que antes brillaban de hambre, ahora solo encontramos un vacío disfrazado de paz, ajeno, distante, como si los espejos ya no reflejaran más que el polvo de lo que fue.
Malditos, mil veces malditos, aquellos que sabemos que el tiempo se
acaba, no porque lo diga el reloj, sino porque el tiempo ya no pesa, ya no se
siente, ya no arde.
No hay prisa, ni ansiedad, ni ganas de ser más; ya no se lucha, porque la lucha
se deshizo en el olvido, y el olvido se vistió de calma.
Los que aprendimos a caminar al lado sin cruzarse, a compartir el aire sin
necesidad de respirar juntos.
Malditos, mil veces malditos, los que dejamos de sentir culpa, porque tratamos a los demás como nos tratan a nosotros.
Malditos, mil veces malditos, aquellos que sabemos que las sombras se
alargan cuando el sol ya no las acaricia, que las sombras ya no ocultan
secretos, sino que son testigos mudos de lo que ya no se esconde.
Y al final, no hace falta una despedida, porque los finales no necesitan
palabras. Solo gestos que se desvanecen, miradas que se sueltan, silencios que
se hacen eternos.
MALDITOS, MIL VECES MALDITOS, pues vivimos en los restos de lo que deberían ser nuestros mejores días… y se sienten para el orto.