Don Rafael, octogenario con el rostro marcado por la sal del río y los años, se sienta todos los días, a la misma hora, en el banco de madera cerca del puerto. El viento se cuela entre los maderos del muelle, trayendo consigo un eco lejano de tiempos que ya no existen, pero que viven en su memoria. Se toma un sorbo de su mate, que ya no sabe si tiene sabor o solo es una costumbre, y empieza a hablar con esa voz ronca y lenta, de quien ha visto demasiadas estaciones pasar.