Hay veces que uno, como sin querer se topa con escritos que lo conmueven, y le llegan al alma. Los temas pueden ser de lo mas variados, es nuestra propia percepción la que hace que un tema nos afecte, nos conmueva, o nos de lo mismo.
Hay veces que uno, como sin querer se topa con escritos que lo conmueven, y le llegan al alma. Los temas pueden ser de lo mas variados, es nuestra propia percepción la que hace que un tema nos afecte, nos conmueva, o nos de lo mismo.
Hoy me sumergí en la escritura con la determinación de capturar este momento efímero, de asegurar que no se desvanezca en el tiempo, y de ofrecer una prueba contundente de la veracidad de mi teoría.
Un amigo, y colega escritor, Martín López (del cual ya he mostrado alguna vez algún escrito de su propia autoría), me acaba de obsequiar con el “privilegio” de leer un cuento que está en proceso.
En él, acabo de leer una frase que me pareció una metáfora maravillosa, y quisiera compartirla y que la analicemos juntos.
“Es una siesta de enero, el calor y la humedad vacían las calles de gente, solo las chicharras desde los sauces se animan a hacerle frente cantando como si no existiera sensación térmica…”
El locro, esa deliciosa amalgama de sabores y calorías, se ha convertido en una víctima inadvertida del cambio climático y los hábitos alimenticios contemporáneos. Lo que alguna vez fue un plato emblemático, arraigado en las tradiciones argentinas, ahora se ve desafiado por la creciente dificultad para mantener su autenticidad y relevancia en un mundo que cambia rápidamente.
Desde que tengo memoria, he estado inmerso en un mundo de creencias religiosas que han moldeado en parte cada faceta de mi vida. Crecí en una familia donde la fe era más que una elección, era una herencia que se transmitía de generación en generación, como un legado sagrado que debía ser aceptado sin cuestionamiento.