El viejo se apaga. No de golpe, no como una llama que el viento extingue de un soplido. No. Lo suyo es más lento, más cruel. Es un desvanecerse pausado, como la brasa que se consume sin prisa, dejando apenas un resplandor tenue antes de volverse ceniza. Y yo estoy aquí, testigo impotente de su despedida, sintiendo en el pecho esa mezcla de tristeza y resignación, de dolor y gratitud.