jueves, 25 de enero de 2024

Ahora y antes... la tristeza es la misma...

 

 

En la niñez, desgarrábamos el aire con llantos, buscando ser notados en un mundo de grandes. Hoy, en la adultez, nuestro llanto se viste de susurros, una sinfonía silenciosa que esconde historias no contadas. Nosotros, guardianes de emociones calladas, elegimos la elegancia del misterio sobre la explicación fácil. En cada lágrima contenida, afirmamos nuestro derecho a la intimidad emocional, recordando al mundo que nuestra fortaleza reside tanto en el silencio como en la expresión.

En los días de la infancia, elevábamos nuestros llantos como una sinfonía de necesidad, un grito desgarrador en busca de atención. Sin embargo, en la madurez, nuestros sollozos han adquirido la cadencia de susurros, una melodía sutil que se desliza entre las grietas del silencio. Ahora, lloramos en un tono más bajo, una expresión reservada que se niega a dar explicaciones. Somos los narradores de nuestras propias lágrimas, tejemos epopeyas en la penumbra, reclamando el derecho a la privacidad emocional. En cada lágrima callada, proclamamos nuestra autonomía, elevando el acto de llorar a una forma de resistencia, una afirmación silenciosa de nuestra fuerza y nuestra capacidad de sentir en un mundo que a menudo exige explicaciones ruidosas. 


Básicamente, y como leí por allí: 

Cuando eramos niños, llorábamos muy alto para llamar la atención. Hoy lloramos bajito... para no tener que explicar la razón...