Crecí en un pueblo, entre campos extensos, bajo un cielo infinito que susurraba historias de antaño. Sin embargo, la vida me llevó a las calles estrechas y edificios imponentes de la ciudad. El trajín cotidiano, el estrés constante y la prisa incesante se convirtieron en mis compañeros más fieles. Pero un día, decidí regresar a mis raíces, a la zona de aquel pueblo cercano que me vio crecer.
Al llegar, una ola de nostalgia y calma me envolvió. Las calles polvorientas, las casas sencillas y la tranquilidad que se respiraba en cada rincón creaban un contraste abismal con el bullicio citadino. Aquel rincón era un remanso de paz que parecía resistirse al paso de los años.
Los días transcurren lentamente, marcados por el sonido de los grillos en las noches, el sonido del viento y las chicharras entre las copas de los árboles, y el canto melodioso de los pájaros al amanecer.
Me sumerjo en la sencillez de la vida pueblerina, cosechando la tierra y compartiendo charlas con vecinos que, a pesar del tiempo, recuerdan los nombres de mis mayores. Me reencuentro con mis raíces y descubro la belleza en las pequeñas cosas.
Pero llega el momento de la despedida, y me encuentro ante una encrucijada. La ciudad, con su ritmo frenético y luces deslumbrantes, llama a mi puerta, pero el pueblo me abraza con la serenidad que tanto anhelo. Comenzar a guardar mis pertenencias para marchar, se volvió un acto lleno de conflicto interno.
La tranquilidad y la conexión con la naturaleza que experimento en aquel rincón del mundo son como un bálsamo para mi alma agotada.
Al emprender el camino de regreso a la ciudad, una sensación agridulce me acompaña. Ansío el bullicio, la tecnología y las comodidades urbanas, pero al mismo tiempo, una paz inusitada se apodera de mí en el pueblo. Las palabras que supo decirme un viejo amigo, resuenan en mis pensamientos:
"La verdadera riqueza se encuentra en las cosas sencillas y en la armonía con la naturaleza".
Así, con la promesa de regresar, dejo atrás el pueblo que me recordó quién era y qué había sido. Mientras la ciudad me envuelve nuevamente en su vorágine, llevo conmigo el eco de los campos, el cotorreo constante de los loros durante el día, y la serenidad que solo aquel rincón olvidado en el tiempo me sabe brindar.