En la vida, a veces el destino nos sorprende con encuentros inesperados que transforman nuestra existencia de maneras impredecibles. Tal fue el caso de mi primo y yo. Nos (re) conocimos en nuestra edad adulta, en circunstancias que parecían casuales pero que, en retrospectiva, tenían la firma del destino.
Desde el momento en que nos encontramos, (al menos mi propia percepción) sentí que hubo una conexión instantánea que ni siquiera la distancia o el tiempo podían disminuir. A medida que compartíamos historias y descubríamos nuestras similitudes, quedaba claro que estábamos destinados a ser más que simples primos; éramos amigos, confidentes y, eventualmente, hermanos de corazón, o de meras andadas.
Uno de los primeros descubrimientos que nos dejó asombrados fue la coincidencia de nuestros cumpleaños. ¿Qué probabilidades había de que dos primos que se conocieron en la adultez compartieran el mismo día de nacimiento? Fue como si el universo estuviera jugando a nuestro favor, uniéndonos aún más en este viaje compartido llamado vida.
Con el tiempo, nuestra relación floreció de maneras inimaginables. Nos convertimos en cómplices de las travesuras de la infancia que nunca compartimos, en los confidentes de los secretos más profundos y en los apoyos incondicionales en los momentos más difíciles. Juntos, descubrimos que nuestras diferencias solo servían para complementarnos, mientras que nuestras similitudes nos unían en un nivel más profundo.
Cada momento compartido se convirtió en un tesoro, desde largas conversaciones hasta aventuras improvisadas. Juntos, exploramos nuestras pasiones, nuestros sueños y nuestros miedos, apoyándonos mutuamente en cada paso del camino. En nuestro vínculo, encontramos un refugio seguro en un mundo que a menudo puede parecer caótico y desconcertante.
Nuestra amistad trascendió lazos de sangre, convirtiéndose en un lazo tan
fuerte como el de sentirlo como aquel hermano mayor varón, que no tuve
la suerte de tener. Nos convertimos en pilares fundamentales en la vida del
otro, siempre listos para celebrar los triunfos y apoyarnos en las
adversidades. En nuestro viaje juntos, descubrimos el verdadero significado de
la familia: no se trata solo de la sangre que compartimos, sino de los lazos
que construimos con amor, confianza y comprensión mutua. Bajo la consigna de que la sangre no te hace familia... la lealtad SI.
Hoy, cuando miro hacia atrás en nuestro viaje juntos, me siento profundamente agradecido por la bendición de tenerte como mi primo, como mi amigo y como mi hermano mayor.
Nuestra historia es un testimonio de cómo los lazos familiares pueden trascender el tiempo y el espacio, creando un vínculo que perdurará para siempre en nuestros corazones.
MIL GRACIAS A LA VIDA, CLAUDIO IVES... por cruzarte en mi camino...