… había escuchado mil y un relatos de la misma índole, pero, a decir verdad, el de esta venerable mujer me tenía fascinado. Con su anuencia encendí mi grabador y me dispuse a quedarme allí todo el tiempo que me fuera posible estar.
Lo que aquella dama contaba, se remontaría a 1880 aproximadamente, según fuimos sacando conclusiones, de acuerdo a los datos por ella dados, pues se situaba mucho tiempo antes (unos treinta años) de que los suizos Grüneisen y Martin adquirieran las hectáreas en donde a posteriori se situara la actual ciudad de Villa Angela.
La relación criollos-aborígenes en el pago, era más bien de una tensa calma, ya que dependían ambos de un recurso escaso en la zona: el agua. Y los pozos adonde recurrir eran compartidos por todos.
Entre lo que sería hoy día Villa Berthet, Charata y Villa Angela supo existir muchísimos años atrás, un grupo que no figura en ningún libro, pues su historia quedó en el olvido. Etnias de Mbayaes paraguayos (mal nombrados como Guaykurúes, puesto de que éste era un término que tuvo su origen en el apelativo ofensivo dado por los guaraníes), que más tarde se fueron diseminando por la zona, logrando en la propia Charata la mayor congregación, y que al ir mezclándose con abipones y lules, y algunas lenguas de wichis venidos desde el noroeste, fueron integrándose para luego transformarse en una nueva etnia, la moqoit (Mocovíes) cuya lengua original (moqoit la’qaatqa) es una de las integrantes de la denominada lenguas Mataco-Guaycurúes (según entiendo y sin ahondar en demasía en ello).
Esta etnia, que fue la tan estudiada y registrada por el Jesuita polaco Florián Pauke en la misión de San Javier, ya en territorio Santafecino, fue la misma que entre los años 1867 y 1870 y bajo las órdenes de los franciscanos Gerónimo Marchetti y Bernardo Arana conformaron la misión de Nuestra Señora de los Dolores en el antiguo Fortín Cayastá Viejo, (familias bajo el mandato del cacique Mariano Salteño).
Precisamente uno de sus integrantes, bautizado bajo el nombre cristiano de Cirilo Cespedes (por haber nacido precisamente el día del santoral del mencionado), es el que dio comienzo a mi charla con Doña Mabel esa tarde.
Un trío de sus tíos-tatarabuelos, regresaban de cumplir sus labores en el monte, o de cazar, o simplemente de andar (la idea principal se a perdido en el relato hablado), cuando al pie de un viejo e imponente QUILIN (algarrobo blanco), y con la espalda pegada a su tronco, lo encuentran moribundo al nombrado Cirilo, el cual los llamaba con desordenadas señas.
Por más que intentaron por todos los medios tratar de entenderle, ninguno de los tres muchachos logró su cometido, más aún cuando el mismísimo Cirilo, en un arrebato de lo que ellos imaginaron fortísimo dolor, arrancó de un solo tirón, parte de su prenda (llamémosle camisa) dejando al descubierto su lampiño pecho, en donde se podían ver tres prominentes bultos, que se adivinaban debajo de otrora cicatrices en cruz.
En su infructuoso medio de entendimiento hablado, el moribundo aborigen pudo finalmente lograr que uno de los muchachos comenzara a comprender aquella solicitud.
Quizá victima de una gran fiebre, o el propio dolor, Cirilo finalmente logró hacerles entender que deberían abrir aquellas cicatrices y retirar algo que se hallaba dentro.
Producto de una gran incertidumbre, el joven trío quedo inmóvil ante aquella petición, más aún cuando dieron cuenta de que el pedido “exigía” que dicho mandato fuere realizado en vida del moribundo.
El menor de los jóvenes, desenvaino su caronero y prestamente se preparó para tal acción. Quizá era tan sólo un acto de bondad, para cumplir con el ultimo pedido de un ser humano, o tal vez mera curiosidad ignorante.
De la primera cicatriz, abrió tan solo un pequeño tajo y de la misma asomó una pequeña figurilla tallada (en lo que los jóvenes adivinaron como “en hueso”) que sin ningún tipo de dudas de Santa Catalina de Alejandría se trataba.
De la segunda cicatriz, y con similares características que la primera, una pequeña cruz con Santa Liberata en ella.
La tercera cicatriz, quizá la menos propensa a ser abierta, y cuya imagen se resistía a ser retirada, y la que a su vez los hizo estremecer al punto de soltar una exclamación al unísono...
El “santo prohibido” ... AYUCABA, el muertito, esqueleto, el mandinga o simplemente...
SAN LA MUERTE.
Escupió sus propias manos el aborigen y pidió con gestos, les fueran entregados aquellos amuletos. Los tomó, limpió su propia sangre de ellos con los restos de saliva recién vertida, los elevó un poco más allá de sus propios ojos hacia el cielo, murmuró algo y los besó. Así como estaba apoyado en el árbol, giro sobre sí mismo, para quedar arrodillado frente a aquél... la sangre de las heridas abiertas se detuvo de golpe.
Con la mano extendida, y sin mirarlo siquiera, se los cedió al mayor de los muchachos...
Apoyó luego su frente en la corteza y elevo sus manos en un gesto de querer abrazar aquél viejo quilín, pero fue sólo un gesto... sus brazos caían pesadamente al costado de aquel ya cuerpo inerte.
Los muchachos quedaron atónitos ante tal trágico desenlace. Luego de traspuesta la natural perplejidad, se dispusieron a hacer lo que cualquier hombre de bien haría en tales circunstancias, darle a aquél miserable, cristiana sepultura.
(continuara… )