sábado, 24 de agosto de 2024

La noche y yo

 

La noche se extiende sobre la ciudad como un velo de terciopelo, profundo e impenetrable. En el pequeño rincón de una habitación sombría, el tiempo parece detenerse, cada segundo...un latido pesado en el pecho. Me encuentro en medio de un abismo que se expande sin fin, donde cada pensamiento parece resonar como un eco lejano, difuminado por la penumbra que me rodea.

El silencio es denso, cargado de una opresión que se siente en cada rincón. Las sombras, proyectadas por la luz temblorosa de una lámpara, se estiran y se encogen, como si quisieran escapar del peso que las mantiene ancladas. En este pequeño espacio, donde la realidad se disuelve en una mezcla de recuerdos distantes y pensamientos implacables, el peso de lo no dicho se convierte en una carga abrumadora.

La ventana ofrece una vista de la ciudad que sigue su curso, ajena a la tormenta que se desata en mi interior. Las luces parpadeantes parecen burlarse de la calma que se ha instalado en mi corazón, una calma que no es más que el resultado de una resignación amarga. La vida fuera de estas cuatro paredes continúa sin interrupción, mientras yo permanezco aquí, atrapado en una red de desesperanza y silencio.

Los recuerdos se presentan en fragmentos quebrados, como piezas de un rompecabezas que nunca se completará. Hay ecos de risas, de momentos de luz que ahora parecen tan lejanos. Cada rincón de este lugar guarda un retazo de lo que alguna vez fue, ahora sumido en una oscuridad que no puedo disipar. La ausencia pesa tanto como las sombras que se arrastran por las paredes, invisibles pero omnipresentes.

Las horas pasan lentamente, como si cada minuto se alargara para estirar aún más el dolor. El reloj en la pared, con su tic-tac metódico, marca un ritmo que parece ser el latido de una tristeza eterna. En cada segundo, siento el peso de una angustia que no encuentro palabras para describir, un vacío que se expande con cada latido que pasa sin fin.

El deseo de gritar, de romper el silencio que me envuelve, es una presencia constante. Pero las palabras se quedan atrapadas en mi garganta, como si temieran romper el frágil equilibrio que he construido para soportar el tormento interno. Cada suspiro es una súplica silenciosa, una petición que nunca llega a ser pronunciada.

En esta penumbra, el deseo de ser comprendido es tan profundo como el dolor mismo. La oscuridad se convierte en mi única compañera, y el silencio en mi grito más profundo. La noche avanza, y con ella, el peso de una existencia marcada por una tristeza que ni siquiera puedo expresar. Aquí, en la quietud de este refugio oscuro, la desesperación se convierte en un grito silente, una llamada de ayuda que se pierde en el eco interminable de la noche.