Tengo 50 años. He vivido muchas cosas, algunas dulces, otras durísimas, pero hay una herida que no deja de doler, que late en silencio incluso en los días más tranquilos: mi relación con mis hijas.
No es fácil hablar de esto. A veces siento que, al nombrarlo, lo vuelvo más real. Pero el silencio también pesa. Y hoy, necesito decirlo.