domingo, 12 de mayo de 2024

Siestas de mi pueblo...

 

Entre los recuerdos selectivos de mi infancia, las siestas veraniegas en mi pueblo emergen como un remanso de nostalgia y aventura. Éramos un grupo de niños intrépidos, desbordantes de energía y curiosidad, que aprovechábamos cada momento de ocio para explorar los rincones más recónditos de nuestro entorno.

Traspuesto el primer miedo a escaparnos de nuestras propias casas, sobrevenía el miedo a la solapa, para mí, una enorme mantarraya oscura con una galera altísima (era mi propia percepción y entendimiento de lo que podía ser la nombrada). (NdE: leeré cada propia interpretación de ustedes, mis anónimos lectores, respecto a aquellos miedos infantiles).

Las siestas eran nuestra oportunidad de escapar de las responsabilidades cotidianas y sumergirnos en un mundo de fantasía y descubrimiento. Armados con nuestras ramas peladas de paraísos, nos aventurábamos en la caza de alguaciles y mariposas, persiguiendo los destellos de colores entre la vegetación.

La laguna detrás de lo de Colacho, se convertía en nuestro reino acuático, donde pasábamos horas sumergidos entre juegos y risas, desafiando las aguas tranquilas con nuestras travesuras infantiles. La caza de palomas y cuises en los campos cercanos nos ofrecía la emoción caza y el triunfo al capturar nuestras presas.

Cada siesta era una nueva aventura, un capítulo más en nuestro libro de memorias compartidas. En esos momentos, la inocencia de la infancia se entrelazaba con la libertad de la juventud, y el mundo parecía expandirse infinitamente ante nuestros ojos.

Con ansias esperábamos el tren de los obreros (el de las 2 y media). Mientras el tren se acercaba, sentíamos la tierra temblar bajo nuestros pies, y el ruido ensordecedor del motor llenaba el aire. Entonces, con precisión calculada, poníamos nuestras monedas o arandelas en las vías, esperando el momento exacto para que fueran aplastadas por las pesadas ruedas metálicas del tren.

Era un ritual lleno de emoción y riesgo, una prueba de destreza y valentía que nos llenaba de adrenalina cada vez que lo realizábamos. El sonido metálico al ser aplastadas por las ruedas del tren era como una melodía de victoria para nosotros, y la búsqueda del objeto deformado y brillante después del paso del tren era un tesoro codiciado.

Aunque ahora pueda parecer una actividad peligrosa o imprudente, para nosotros era simplemente una parte más de nuestras aventuras en la infancia, un desafío que enfrentábamos con entusiasmo y determinación. Esos momentos junto a las vías, están grabados en mi memoria como símbolos de nuestra juventud indomable, donde cada experiencia, por simple que pareciera, estaba impregnada de emoción y camaradería.

Ahora, en la calma de mis cincuenta años, miro hacia atrás con cariño y gratitud por esos días de ensueño. Las siestas de mi pueblo no solo fueron momentos de diversión, sino también de aprendizaje, de conexión con la naturaleza y con mis amigos.

En cada recuerdo, encuentro un tesoro que resguardo en lo más profundo de mi corazón, recordándome la magia de aquellos tiempos… ojalá que jamás se me borren de la memoria…